Homero Campa
En abril de 1989 una joven argentina, Soledad Golberg, “desaparece” de su hotel de lujo en Cancún. La joven es hija de Aaron Golberg, Ary, un exitoso financiero argentino que 13 años antes –en agosto de 1976—habría muerto en un “accidente” de aviación: el jet ejecutivo en el que volaba se estrelló en el Cerro de los Burros, ubicado cerca de Chilpancingo, Guerrero.
Soledad ha sido secuestrada por el líder de una banda de narcosatánicos. Ese líder –de origen cubano– trabaja a su vez para la agencia de inteligencia de Estados Unidos, la CIA.
El secuestro de la joven argentina no es por dinero. Tiene otra finalidad: sacar de las sombras al padre de la chica porque la CIA descubre que el empresario argentino –contra lo que se pensaba—no murió en el accidente aéreo en Guerrero, sino que se encuentra en Cuba asesorando a Fidel Castro en materia financiera para evadir el bloqueo económico que Washington le impone a la isla.
Conforme uno va adentrándose en la lectura descubre que el empresario Ary ha fungido como “banquero” de la organización guerrillera los Montoneros y que les ayudó a esconder y limpiar millones de dólares producto del secuestro de dos hermanos empresarios; pero a la vez este personaje tiene relaciones con la élite financiera argentina y neoyorquina y con los servicios de inteligencia de Israel, el Mossad. Ary se salva casi de milagro del avionazo –que en realidad fue fraguado por la CIA—con la ayuda de su amigo y protector, el ministro de Economía José Ber Gelbard, quien acude a su red de contactos de los servicios secretos de la Unión Soviética y de Cuba.
¿Y por qué la CIA quiere sacar de las sombras a Ary secuestrando a su hija?. Porque quiere involucrarlo en la operación encubierta Greyhound, cuya finalidad es desprestigiar a la revolución cubana haciéndola aparecer como sumida en el narcotráfico y vinculada al capo colombiano Pablo Escobar Gaviria.
Hasta aquí dejo la trama de El hombre que sabía morir (Grijalbo. 2017), el nuevo libro de Miguel Bonasso.
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Bonasso relata historias ciertas o, al menos, con un sustrato cierto.
La principal de ellas: la historia de Aarón Golberg, Ary –que es el personaje principal—es o puede ser la historia de David Graiver, Dudi. Graiver era a los 35 años un exitoso empresario argentino que tenía dos bancos en Argentina, un banco en Bruselas, un Banco en Israel y acaba de comprar en agosto de 1976 dos bancos en Estados Unidos. El valor de sus empresas –que abarcaban inmobiliarias, medios de comunicación y bancos– sumaban los 200 millones de dólares. Una de ellas, Papel Prensa fue hasta hace poco motivo de atención pública, pues la viuda de Graiver, Lidia Papaleo, regresó a Argentina donde con amenazas y coacción fue obligada por la dictadura militar a vender Papel Prensa al Grupo Clarin y al diario La Nación; es decir, esa historia de alguna manera estuvo vinculada al enfrentamiento que sostuvo Cristina Fernández de Kirchner con el Grupo Clarín.
Graiver era judío, de padres polacos, y estaba conectadísimo con el Mossad. En efecto, recibió en resguardo y para blanquear 17 millones de dólares de la organización guerrillera Montoneros. Ese dinero era parte del rescate por el secuestro de los hermanos Born. Y en efecto, “oficialmente” Graiver murió cuando el jet ejecutivo en el que volaba se estrelló en el cerro de los Burros. Venía de Nueva York e iba hacia Acapulco, donde vivía con su mujer Lidia Papaleo y su hija María Sol.
Pero ese avionazo produjo mucha especulación. Primero dejó dudas sobre si fue un accidente o fue un atentado, como lo sostiene Juan Gasparini en su libro David Graiver, el banquero de los Montoneros; y segundo, si realmente murió ahí o no Graiver.
Bonasso aprovecha la sospecha de la no muerte y el vacío de evidencias contundentes de esa muerte para, a partir de ello, construir un thriller trepidante de espionaje y contraespionaje que bien puede leer con deleite –y con un dejo de envidia–, John Le Carré.
Hay muchos personajes y situaciones que son reales o basadas en hechos reales:

Aparecen con sus nombres y actuando personajes como José Ber Gelbard, ministro de Economía y a la vez padrino y protector de Golber en la novela y de Graiver en la vida real… Aparecen igual con su nombres y apellidos personajes como Fidel Castro, Manuel Piñeiro (el comandante Barba Roja), o Julio Scherer, el periodista y director fundador de Proceso … Otros aparecen con otro nombre pero son fácilmente identificables: Maria Sol (la hija de Gravier) podría ser Soledad (la hija secuestrada de Ary); Laura Pandolfi (la mujer del empresario en la novela) puede ser Lidia Papaleo, la viudad de Graiver; o Florencio Carranza, el jefe de la Interpol en México, en la vida real parece Florentino Ventura, el sanguinario jefe de la Policía Judicial Federal de México.
(Hay un personajazo que no se si es real o inventado: el inspector Kanché. Un policía yucateco, maya para más señas, que juega en su territorio y con habilidad inesperada el juego del espionaje internacional de la Guerra Fría y que obliga a recordar a Filiberto García, el entrañable personaje de El Complot Mongol, la novela policiaca de Rafael Bernal)
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En esta novela, hay otras historias que son reales:
Además de la historia de Gravier, es real la historia de los narcosatánicos que actuaron en Tamaulipas; es real que el gobierno de Fidel Castro tuvo a un financiero extranjero refugiado en Cuba que lo asesoraba para romper el bloqueo (era “gringo” y se llamó Robert Vesco); es real que –como ocurre en la novela—funcionarios del gobierno cubano estuvieron metidos en el narcotráfico y ello derivó en el llamado Caso Ochoa, del que fueron sentencidos a fusilamiento cuatro militares, entre ellos el general Arnaldo Ochoa y el coronel Tony de la Guardia; es real que la CIA fraguó una operación para exhibir al gobierno de Fidel Castro como coludido con el cartel de Pablo Escobar, pero –según algunos historiadores— Fidel se enteró antes de lo que se tramaba y se adelantó a Washington para destapar el narcotráfico en las propias filas de la Revolución…
Son reales, pues, personajes e historias… pero a partir de los misterios que cada una encierra, Bonasso teje la ficción. De tal suerte que –como ocurre con Pedro Páramo de Juan Rulfo, que a veces uno no sabe si el que habla es un vivo o un muerto– acá a veces uno no sabe si lo que está leyendo fue verdadero o es ficción… Y ya avanzada la novela uno llega a la conclusión de que no importa si es cierto o falso; si ocurrió de a de veras o es ficción, porque a esas alturas lo importante es la trama, lo importante es la historia que se sostiene a sí misma; uno dice: “qué importa si esto es real o es inventado, embona perfecto en la narración”.

Así, a partir de hechos ciertos que parecen inverosímiles, Bonasso construye una ficción que es verosímil.
Esa es la virtud mayor de esta obra.
Y esa virtud, claro está, se debe al conocimiento que el autor tiene de los hechos que cuenta e inventa. Y es que –entiendo yo— Bonasso conoció a todos o casi todos los personajes de su novela y sus historias… Y los conoció en su desempeño como periodista, o durante su militancia en Los Montoneros, o como funcionario/asesor del gobierno (de Héctor Cámpora); o durante su exilio…
Hay en este libro mucho de investigación documental, pero también mucho de conocimiento directo y de experiencia personal. Por eso, Bonasso puede describir con precisión las casas de protocolo de El Laguito, en La Habana; o puede replicar la manera de hablar y de seducir de Fidel Castro en las charlas de madrugada que sostenía con sus invitados en el Palacio de la Revolución, por ejemplo.
Y como si esto no bastara para apuntalar la verosimilitud de su relato, se apoya en el lenguaje… Porque en esta novela los argentinos, hablan como argentinos; los cubanos hablan como cubanos y los mexicanos hablan como tales. Las estructuras verbales y las palabras del argot de cada país están bien integradas y montadas con la naturalidad de un local.
En este thriller, la ficción nos ayuda a entender mejor los hechos ciertos.