Arturo Rodríguez García
No tengo claro en qué momento la invocación de Cuba comenzó a remitirme a censura. Debió ser en los primeros años de ejercicio profesional, pero con el paso del tiempo uno va tomando conciencia de que el propio entorno es pleno de eso sin estar en Cuba. Hay que callar porque el poder censura, ya sea el poder político o económico que asfixian las libertades, o sea el criminal que cobra vidas e integridades, asociado o no con los dos primeros. La libertad, en México o en Cuba, es asunto complejo.
Quizás esa remisión a la no libertad cubana sea también parte del prejuicio. Una preconcepción formada a través de años de recibir noticias, anecdotarios y propaganda que, sin embargo, permiten observar algo que en la literatura, la música y la plástica, y aun en el periodismo, en los cubanos es superlativo: decir sin decir.
La cuestión, refiriéndonos al esfuerzo creativo, es (o era) ¿qué ocurrirá cuando todo se pueda decir? Y la respuesta era la suposición, más o menos generalizada en muchas disciplinas, de que conoceríamos titanes. Hoy puedo decir, a propósito del periodismo, que conocí por su obra, a uno.
La editorial Sexto Piso, publicó hace unos meses La Tribu. Retratos de Cuba (Sexto Piso. Realidades. 2017), obra de Carlos Manuel Álvarez Rodríguez (Matanzas. 1989), un cronista de excepción que despierta un sentimiento difícil de admitir, inclusive para un gigante como Martín Caparrós que en su prólogo, digno para el libro en comento, lo proclama (y creo que muchos tendremos también que admitirlo): la envidia.
El lenguaje es clave. No se trata sólo del decir sin decir, sino de lo que a través de los años el Estado ha enseñado a decir, su transformación y, finalmente, su cambio de acento, tono inservible –escribe Carlos Manuel— que no obstante despierta nostalgia. En los días de los rumores –los siempre presentes pero nunca como hasta entonces—de la muerte de Fidel, del reestablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos, del canje de presos, de la promesa de retirar el bloqueo económico, de la Cumbre del Alba en La Habana. Días pues, de invocar el futuro promisorio. Es diciembre de 2014, cuando escribe:
“Estamos descubriendo casi con pavor que la buena nueva nos usurpa la voz, porque todo nuestro vocabulario se supedita a la confrontación, al imaginario bélico. Con el 17 de diciembre, los cubanos celebramos algo que podría venir, una posibilidad, pero también padecemos la tristeza de la tribu que entierra su dialecto”.
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Acaso sea Cuba, como ingenioso y sardónico escribe el autor, una suerte de paraíso hipster, con sus Chevrolet Bel-Air, ausentes los dispositivos móviles para el ensimismamiento, persistente la camaradería callejera. Cuba, “Bella Durmiente de medio siglo”. Y es mucho más: escenario en el que la bipolaridad no termina de superarse, enfrentamiento entre la fe revolucionaria y el hastío por cinco décadas de un sueño irrealizable ya, dialéctica desbordada en el arrebato tan caribeño. Toma distancia, esa virtud del gran cronista:
“Los neoestalinistas son los padres de la nación: que no quieren que la hija se abra de piernas. Los proyanquis son los proxenetas: que quieren ofertar a la hija en la primera esquina. La gente común y corriente –gente confundida—es la madre sumisa: que teme, que no le gusta prohibir, y que no sabe si es mejor que la hija se quede en casa, que le hagan la corte, que la hija se asome al portal o que empaque las maletas y se largue de una vez. El gobierno, quizás, va siendo el abuelo de la nación: que cree que todavía le hacen caso, y que el resto, por educación, hace como que lo escucha y lo deja hablar”.
Puede decirse, sin miedo a la exageración, que en cada página de La Tribu, hay tropos invulnerables, elocuentes estampas, risueños relatos de la tragedia (las tragedias) y las alegrías de un pueblo que tan cercano en todos los sentidos, nos resulta tan desconocido también en todos los sentidos.
En un país que supera paradigmas con incertidumbres, que sale al encuentro de su enemigo histórico y ve morir a Fidel, que tiene interlocución y aun mediación del Vaticano mientras recupera su protagonismo internacional, hasta hace poco imposible sede neutral de la reconciliación colombiana… lo que sabemos es entonces, por puras fotografías posadas, discursos y comunicados de prensa; lo que sabemos es por las versiones periodísticas destinadas a cubrir aquello que permiten cubrir en los arreglos cupulares; lo que debemos admitir es que no sabemos, si acaso creemos saber desde una posición ideologizada, prejuiciada, desde la corrección política conforme con la imagen que queremos proyectar de nosotros mismos. Pero eso no es Cuba.
Si escucho decir “período especial”, pienso en apagones. Si alguien más escucha esa misma expresión, puede pensar en los efectos espantosos del capitalismo salvaje; otro en la terquedad por prolongar un modelo caduco a costa de un pueblo. Y quizás, una inmensa cantidad de personas –hablando de mexicanos creo que la mayoría– no pensará nada.
Hay un hombre, cazador de talentos, que en el “período especial” descubrió a José Ariel Contreras y a Pedro Luis Lazo. Un hombre que solía caminar muchos kilómetros para conseguirle alimento a sus pupilos, entre ellos, el pelotero Contreras. El hombre se llama Jesús Guerra. Para ese hombre, y sus beisbolistas en formación “la miseria era absoluta”. Y sigue el autor:
“Pero había que hallarle el beneficio. No porque el hambre haya fortalecido los brazos de Contreras y Lazo, sino por las trabas que superaron. Se fortalecieron mentalmente, cree Guerra”.
Contreras me es familiar. En 2002, en Saltillo, mi colega Juan Andrés Martínez, me pidió ayuda para cubrir la Serie de las Américas. Aunque jamás he cubierto la fuente deportiva acepté, pues ahí estaban algunos amigos como Enrique Kerlegand, Gonzalo Camarillo y Jorge Vilchis a los que podía consultar de ser necesario. La noticia no fue sobre récords, jugadas o resultados. Contreras y el técnico Miguel Valdés de Armas, “misteriosamente” cabecearon algunos diarios, desaparecieron.
Semanas después, Contreras fue presentado por los Yankees de Nueva York. Con el paso del tiempo, supimos de sus proezas, de sus contratos, de su vuelta a México en las ligas Mexicana y del Pacífico. De su retiro con los Tigres de Quintana Roo. Pero, este pinareño famoso, no regresaría a su tierra, familia y amigos, hasta una década después de su presentación neoyorkina.
El pitcher negro de las medias blancas, es la crónica que inicia justo con la visita de Contreras a Cuba, donde nada de lo que aquí podíamos saber de él supieron. El relato es vívido, zigzagueante. Conduce a cada párrafo por ambos lados de la moneda: cara y cruz.
Y es ahí, en ese relato, donde uno se entera de lo que jamás se enteraría de Contreras, de Cuba y de la inconsistencia con que solemos juzgar desde lejos: hombres nuevos, revolucionarios, patriotas o desertores, anticastristas, la gusanera de Miami… cuan ignorante.
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Uno de los méritos de La Tribu es la gran habilidad de Carlos Manuel Álvarez para encontrar una persona y, a partir de ella, explicar el mundo, explicar Cuba y sus dicotomías no resueltas, sus debates ideológicos, ontológicos, su aspiraciones vigentes después de los sueños rotos.
Una persona: Villafranca. Enfermero y travesti nocturno, fue a Sierra Leona para combatir el Ébola en una de las misiones sanitarias que han vuelto legendario el prestigio humanitario de la isla. Y luego murió.
Carlos Manuel llama a las cosas por su nombre: pobreza. Y para mostrarla es prolijo en detalles: el televisor ruso roto, hornilla oxidada e inservible, el lavamanos que no se instaló, las prendas viejas acumuladas, el sanitario quebrado como la esperanza de un lugar mejor para vivir.
“Creyendo quizás que combatir el Ébola no es lo suficientemente humanitario, la información oficial omite datos sobre la remuneración de la Brigada y habla únicamente de altruismo, solidaridad, desinterés, grandeza de espíritu. Nos ha quedado claro. Hay muchas formas de obtener dinero sin tener que exponerse al Ébola. Pero si te pagan por exponerte sería completamente legítimo”.
En cada una de las 15 crónicas que La Tribu ofrece, hay un personaje real: un músico, un poeta y así, un heredero de la miseria de todos los tiempos que en Cuba cohabitan, de sus virtudes y de los milagros que la humanidad alcanza.
La Tribu, es conocer lo que se ignora, es sobresalto y, ante todo, una serie de relatos que no desearás que termine. Y es también la revelación de un joven titán, periodista-escritor, que con seguridad seguirá sorprendiendo en las próximas décadas.:.