Aníbal Feymen
Eran cerca de las 19 horas del jueves 30 de noviembre de 2017 y en la pizarra electrónica instalada en el pleno de la Cámara de Diputados se mostraban los resultados de una votación que a la sociedad causaba repulsa: con 215 votos a favor, 101 en contra y cuatro abstenciones era aprobada la Ley de Seguridad Interior. Desde ese momento quedó claro que se legislaba para favorecer el uso discrecional de las fuerzas armadas con fines represivos y de control social pues, de acuerdo a lo establecido en dicho ordenamiento jurídico, se otorga a los elementos castrenses facultades policíacas como, por ejemplo, ejecutar acciones preventivas de acuerdo a su propio criterio y sin ningún tipo de control que permita verificar el respeto a los derechos humanos durante sus actuaciones, situación que alienta el uso abusivo de la fuerza generado también por protocolos ineficientes y no supervisados.
La imposición de la Ley de Seguridad Interior en nuestro país tiene como finalidad principal generar condiciones propicias para la implementación de megaproyectos tales como la explotación minera, la extracción de hidrocarburos, la realización de proyectos hidroelećtricos o la construcción de puertos, autopistas, aeropuertos, entre otros; los cuales generan evidentes resistencias populares ante la devastación ecológica y cultural a las que son sometidas las comunidades, primordialmente autóctonas. Así, la Ley de Seguridad Interior no significa otra cosa que la legalización de la violencia contra la mayoría de los mexicanos con el afán satisfacer los intereses de la burguesía nacional e imperialista depositados en las Zonas Económicas Especiales (ZEE) anunciadas descaradamente por Alfonso Romo.
Y es que, a pesar de su lozanía, la Ley de Seguridad Interior ya ha sido implementada con fines coercitivos por el gobierno de Enrique Peña Nieto durante las brutales acciones represivas cometidas contra procesos organizativos como el Frente Nacional de Lucha por el Socialismo (FNLS) en Chiapas, al cual el gobierno de Manuel Velasco Coello –hoy aliado predilecto del presidente electo– ha intentado aniquilar mediante la desaparición forzada y la ejecución extrajudicial. O la embestida contra integrantes del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la Presa “La Parota” (CECOP) en Guerrero, donde el Ejército Mexicano abatió a balazos a por lo menos tres policías comunitarios y aprehendió ilegalmente a dos dirigentes de la CECOP y a una veintena de integrantes de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias–Policía Comunitaria. Esta ley represiva también ha servido para finiquitar violentamente luchas obreras como la que dignamente han sostenido los trabajadores de la mina “Media Luna en Cocula, Gro.
Al ser un instrumento de represión abierta y descarada, la Ley de Seguridad Interior evidencia el agotamiento del régimen democrático burgués que, aún con su palabrería hueca que sostiene “salvaguardar la seguridad de la ciudadanía” y “velar por el bienestar de la población”, muestra cada vez más el verdadero carácter del Estado, es decir, el de aparato de dominación donde el derecho positivo no es otra cosa que la organización del poder y la violencia de la clase burguesa contra las clases trabajadoras y los pueblos en resistencia.
El contexto en que se propuso, “discutió” y aprobó la Ley de Seguridad Interior, estuvo caracterizado por una vasta profusión de manifestaciones opositoras y duros cuestionamientos –tanto de organizaciones nacionales como internacionales– contra el carácter represivo e inconstitucional del precepto jurídico. Una de las mayores preocupaciones que a diversos sectores de la sociedad le trajo la aprobación de la ley fue que con ésta se preparaban las condiciones represivas idóneas para concretar un fraude electoral; en esta lógica, la Ley de Seguridad Interior serviría para aplacar las protestas que pudieran producirse de concretarse un fraude contra el candidato puntero, Andrés Manuel López Obrador.
A pesar que la militancia de MORENA y amplios segmentos de la población daban por hecho que con la disposición legal se preparaba el escenario para concretar el fraude electoral, fue el mismo AMLO quien minimizó la aprobación: “hay mucha preocupación sobre este tema, hay muchos que están diciendo que ya aprobaron esa Ley de Seguridad Interior porque están ya pensando en que van a llevar acabo el fraude y van a utilizar a las fuerzas armadas. Eso, les digo, no es posible. Para que estén tranquilos. ¿Saben por qué no es posible? Porque los soldados, la tropa, está con nuestro movimiento”, dijo el hoy presidente electo en un mitin en la Delegación Tlalpan frente a una muchedumbre que a gritos expresaba su repudio al precepto el mismo día en que el Senado lo aprobaba. “En esa ley no hay una modificación importante, que se tome en cuenta. De acuerdo a la constitución vigente, el comandante de las fuerzas armadas es el Presidente de la República. Eso está vigente. Y pronto, muy pronto, el próximo Presidente de México no va a dar ninguna orden para que el Ejército, ni la Marina, ni ninguna fuerza militar o policíaca reprima al pueblo. Por eso estén tranquilos. No vamos a utilizar la misma estrategia”, agregó López Obrador.
Sin embargo, lo que AMLO no dijo a sus seguidores esa tarde del 15 de diciembre fue que su condescendencia con la aprobación de la legislación se debía a que él mismo había planteado en su Proyecto de Nación 2018-2024 la necesidad de contar con un ordenamiento como el recién aprobado: “De continuar el Ejército Mexicano en la calles, es necesaria la aprobación de una Ley de Seguridad Interior ya que es impensable que continúe realizando labores de seguridad pública, que no le corresponden, sin un ordenamiento legal apropiado”, dice el documento de plataforma política coordinado por Alfonso Romo.
Para la dupla López Obrador–Alfonso Romo dos cosas estaban claras: la necesidad de contar con una ley de seguridad y mantener al Ejército y a la Marina Armada en las calles haciendo funciones de Seguridad Pública, a pesar de las funestas consecuencias para la población.
Finalmente, para el proyecto económico de AMLO–Romo no podía ser de otra forma. La imperiosa necesidad de apuntalar los grandes megaproyectos que le han prometido a la oligarquía imperialista, como son el Corredor Transítsmico, el Tren Turístico Maya o el desarrollo de las ZEE, así como la culminación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México heredado de la administración de Peña Nieto, pasan necesariamente por disciplinar a las comunidades que rechazan dichos planes primero mediante el consenso a través de consultas a modo que buscan legitimar decisiones tomadas con anterioridad y, en caso de que esta simulación falle, pues enviar la fuerza pública para que disuelva las resistencias. En este nivel coactivo la normativa legal para la acción represiva de las fuerzas armadas se convierte en un elemento central de imposición.
La Ley de Seguridad Interior es el complemento necesario para las actividades extractivas avaladas por la Reforma Energética, así como para la protección del amplio comercio que corporativos internacionales establecerán en las ZEE con la finalidad de continuar con el saqueo de los recursos naturales y energéticos de nuestro país en beneficio de las grandes potencias imperialistas.
En este sentido, las Reformas Estructurales se convierten, efectivamente, en el proyecto estratégico de las potencias imperialistas para continuar con sus procesos de acumulación de capital; y es en este nivel donde la Ley de Seguridad Interior adquiere una relevancia vital pues, como parte de la doctrina de Guerra de Baja Intensidad (GBI), tiene la función principal de erradicar la organización política y social.
Por todo lo anterior, podemos comprender que la Ley de Seguridad Interior es una instrumentación de la GBI la cual es una doctrina totalizadora de la contrainsurgencia, o sea, una política militar para sofocar cualquier tipo de resistencia popular o lucha revolucionaria conducida en términos ideológicos. Así, tenemos que de acuerdo con esta doctrina contrainsurgente, diseñada por el imperialismo norteamericano durante el gobierno de Ronald Reagan, “el éxito en la prevención o el combate a los movimientos revolucionarios, insurgentes o populares depende la identificación y comprensión de la naturaleza de la amenaza y de la lucha basada en acciones equilibradas”. Para ello, los represores han incluido las tareas estratégicas tales como el fomento del desarrollo a través de la ayuda económica; la presión para la realización de reformas sociales y políticas, así como el reforzamiento de sindicatos blancos o “charros”, agrupaciones juveniles de ideología reaccionaria conservadora o abiertamente fascista y partidos políticos subordinados a los intereses del imperialismo; ejercer la política de Terrorismo de Estado, alternando sistemáticamente la represión general, mediante acciones de militarización y supresión de los derechos humanos o la represión selectiva contra organizaciones, líderes o luchadores sociales y que va desde el acoso y hostigamiento hasta el asesinato político pasando, desde luego, por periodos de encarcelamiento político y por desaparición forzada.
De acuerdo con los planteamientos de la doctrina de GBI, todas estas actividades deben entretejerse para producir un “enfoque coordinado e integrado” que mine el atractivo de los movimientos radicales y que minimice sus probabilidades de éxito[1].
No por nada nuestro futuro presidente, Andrés Manuel López Obrador, durante el Segundo Debate Presidencial dijo que propondría al gobierno estadounidense el establecimiento de una Alianza para el Progreso dirigida a los países centroamericanos. Dudo mucho que el presidente electo ignore que en la década de los años sesenta la Alianza para el Progreso de la administración Kenedy significó la inyección de miles de dólares para contener y destruir cualquier tipo de rebelión. Observando más de cerca la política de seguridad interior que poco a poco delinea AMLO, me parece que sabe perfectamente de qué habla.
[1] U.S. Overseas Internal Defense Policy, NSAM-182.
Adoptado como mandato secreto en el plan oficial de acción del presidente Ronald Reagan.