Por Arturo Reyes

Éramos una generación que se devaneaba entre cruzar el puente de seguir siendo adolescentes o de una vez convertirnos en adultos. A principios de los años noventa, en nuestra ciudad, a pesar de ser la capital del país y la ciudad más grande, poblada y cosmopolita de América latina no había una oferta de conciertos de rock decente y abierta, accesible a nuestros precarios bolsillos.

La única alternativa que nos quedaba era acudir al mercado del Chopo en la zona de Buenavista que por aquel entonces todavía tenía trenes y donde los sábados se reunían especímenes de todas las clasificaciones de la escena musical de la ciudad. Si había un sitio en el que podías conocer a algún artista o banda que no fuese demasiado visible en los medios tradicionales era ese. A pesar de ya haber dado un concierto en 1989 en el antiguo Auditorio Nacional,  una cosa era que Soda ya hubiese pisado mi ciudad y otra que los conociera.

Siempre deberemos agradecerle a Gabriel, no el arcángel, sino el hermano de un amigo que nos fue evangelizando sin proponérselo. Él compraba LP’s y CD’s de las bandas que le gustaban y –sin saberlo- nosotros los escuchábamos y a su vez los grabamos en infinidad de casettes con cintas de Cromo, Metal o normales cuando los recursos antes precarios se volvían casi inexistentes.

…Así conocimos Canción Animal, ése hipnotismo de un flagelo, dulce tan dulce; aprendimos a nombrar los años por sus letras como mil nueve noventa; supimos que el domingo nos daba igual dada su condición híbrida y repetitiva;  soltamos alguna que otra lágrima con Té para tres  –y ¿quién –con un poco de alma- no lo haría?

El Canción Animal nos voló la cabeza y estoy seguro que no solamente a nosotros sino a medio Distrito Federal, en el walkman de muchos, incluyéndome, iban cargados con un par de buenas baterías y uno o varios cartuchos de aquella música de rock argentino que no se parecía a nada de lo que entonces habíamos escuchado.

Apenas estábamos conociendo las obras anteriores del Nada personal, ni siquiera nos sabíamos esas letras cuando llegó Dynamo. Aquello era como ir a enseñarle cálculo diferencial a los niños de primer grado, más guitarras y más poderosas, sonidos absolutamente nuevos para la época, éramos unos simples niños de pueblo que vivían en una urbe de locos y no tuvimos contra qué comparar aquel disco rojo. Recuerdo que mis padres habían comprado un monstruoso componente japonés con un sonido potentísimo y cuando hubo la primera oportunidad nos dispusimos a emprender el viaje sónico, tomamos la ruta con un par de bebidas espirituosas mientras el Dynamo nos transformaba con aquella energía electrizante que provenía de los altavoces cerámicos orientales, energía misteriosa.

Todo pasó, el mundo cambió, hubo álbumes posteriores de Soda Stereo, conflicto, giras y en 1997 la separación con el mítico: ¡Gracias Totales! Eso nos marcó a todos, nos dejó un hueco en el alma, y ya fue.

En junio del noventa y nueve, tendría yo unos cuarenta y cinco días de haberme estrenado como padre cuando Gustavo da a luz Bocanada. Varios de mi generación que transitábamos por misteriosos caminos muchas veces inciertos, necesitábamos esa bocanada que nos diera un poco de aire para seguir, para no abandonar.

Siempre he pensado que Cerati era una especie de chamán que nos iba dando de a poco pequeñas dosis de magia, conforme fuimos creciendo y evolucionando él iba creando formas vanguardistas de acercarnos sonidos y letras que reflejaban en buena medida lo que ocurría en el entorno. La trascendencia de un artista se mide por la cantidad de años que su música perdura en el imaginario colectivo.

Transcurrieron diez años, llegó 2009, Gustavo lanzó el que –sin saberlo de cierto- fuera su último disco de estudio: Fuerza Natural. En poco más de cincuenta y seis minutos un jinete enmascarado nos transportó, a lomos de un alazán volador, por un viaje lírico desde la pampa hasta el rock indie tan de nuestra época actual, pasando por los fenómenos naturales, los viajes astrales y la microbiología molecular en un magnífico convoy espacial.

Las luces se apagan, flashes y pequeñas pantallas lumínicas dibujan tímidas paredes de humo, los ecos de una guitarra y un sintetizador se escuchan a lo lejos, la multitud grita y aguarda, una luz cenital se enciende al centro del escenario e ilumina la silueta de un antifaz brillante, la chaqueta oscura con aplicaciones plateadas debajo de la que se encuentra el carismático delantero argentino por quien los presentes han pagado su entrada, nadie se mueve todos aguardan. La banda suena excelente, como una máquina perfectamente aceitada, puntual, nada ni nadie fuera de su sitio y entonces, once vueltas al arpegio inicial suenan antes de escuchar una fuerza natural que clama:

“Puedo equivocarme, tengo todo por delante y nunca me sentí tan bien”.

 

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