Por José Luis Enríquez Guzmán

En una ocasión se le pidió al músico Robbie Robertson que definiera la carrera de Bob Dylan en un texto para la revista Rolling Stone. Palabras más, palabras menos, el vocalista de The Band dijo que la obra de Dylan “era algo que jamás había visto”. A pesar de que él hacía referencia al impacto que tuvo la irrupción del músico en la escena musical en la década de 1960, decir que “jamás había visto nada así” es desconocer las raíces o influencias que Dylan tuvo, que, de una u otra forma, ayudaron a la construcción del personaje. Sin embargo, es necesario hacer una revisión de las influencias de uno de los cantautores más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

La década de 1960 fue contradictoria en más de un sentido. Por un lado, el  norte económico se encontraba fortalecido por la bonanza que trajo la posguerra. No obstante, a pesar de la estabilidad material, fue en los países más desarrollados donde se empezó a cuestionar la manera en que se comportaba la sociedad. El cuestionamiento de esos valores fue realizado por un sector de la población que había permanecido al margen de los acontecimientos históricos y que, gracias a esa bonanza y/o estabilidad, pudo hacerse visible: la juventud, a la que el historiador Eric Hobswamn llamó “el motor de la revolución cultural”.

Esta revolución cultural significó cuestionarlo todo, y los acontecimientos políticos y sociales no escaparon del enojo de la juventud. En el caso de Estados Unidos, el historiador Howard Zinn identifica tres conflictos que marcan la década de 1960: la Guerra de Vietnam, el Movimiento por los Derechos Civiles y las luchas feministas. Estos movimientos fueron aderezados, e incluso impulsados, por canciones que retrataban los sentimientos e ideas de los partícipes.

A pesar de que las luchas sociales estadounidenses siempre habían contado con canciones representativas, las que corearon los jóvenes en la segunda mitad del siglo XX fueron distintas.

El desarrollo de la economía que se había potenciado en la post guerra ayudó a impulsar varias industrias, entre ellas la discográfica. Asimismo, el poder adquisitivo de los jóvenes era mayor, y el mercado les ofrecía una gran variedad de productos de consumo. De acuerdo con Hobswamn, en Estados Unidos los jóvenes entre cinco y diecinueve años gastaban cinco veces más en discos a finales de la década de 1960 que en la de 1950. Del mismo modo, las compañías discográficas vieron en la canción de protesta un mercado a explotar.

A pesar de la ebullición del rock and roll, en Estados Unidos ese género fue rebasado por el folk de protesta, al menos a principios de la década. Asimismo, al ser los jóvenes los partícipes principales de los movimientos sociales, y dado el poder adquisitivo con el que contaban, la industria musical se vio beneficiada en “épocas de la revolución”. Protestar contra se convirtió en sinónimo de ser aliados de una parte de este.

No obstante, los músicos “de protesta” que se incorporaron a la industria discográfica no desentonaban con los artistas más comerciales, ya que tenían las mismas características: voces “melodiosas” y talento, sólo que aquellos utilizaban esos dotes, impuestos por el sistema, para criticarlo; tal es el caso del trío Peter, Paul and Mary y de Joan Baez, cuyo talento vocal era comparable al de figuras populares de la época, como Frank Sinatra.

En medio de este ambiente social y musical, un joven de veinte años llegó a Nueva York, proveniente de Minnesota, acompañado solamente de una guitarra, con la esperanza de triunfar en los clubes de música folk. El joven Robert Allen Zimmerman llegó a Nueva York con otro nombre: Bob Dylan.

 

Por Arturo Rodriguez García

Creador del proyecto Notas Sin Pauta. Es además, reportero en el Semanario Proceso; realiza cápsulas de opinión en Grupo Fórmula y es podcaster en Convoy Network. Autor de los libros NL. Los traficantes del poder (Oficio EdicionEs. 2009), El regreso autoritario del PRI (Grigalbo. 2015) y Ecos del 68 (Proceso Ediciones. 2018).

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