Fotografía: Mor Shani. Unsplash

Por Ernesto Palma Frías [1]

Recientemente la ONU declaró que la pandemia sumirá a la humanidad en una hambruna de proporciones bíblicas: “El covid-19 es potencialmente catastrófico para millones de personas cuyas vidas ya penden de un hilo. Supone un golpe para millones de personas que sólo pueden comer si ganan un salario. Los confinamientos y la recesión económica mundial ya han diezmado sus ahorros. Solo se necesita un shock más, como el coronavirus, para llevarlos al límite. Debemos actuar colectivamente ahora para mitigar el impacto de esta catástrofe mundial”, indicó Arif Husai, el economista en jefe del Programa Mundial de Alimentos de la ONU.

Aunque en estos momentos la preocupación sanitaria nos lleva a asumir medidas para prevenir contagios, y ello ha provocado la exacerbación de conductas primarias e instintivas, como las agresiones al personal de salud, por considerarlos potencialmente peligrosos, y la oleada de incertidumbre y miedo que ronda por las calles de las urbes del mundo. Hoy la especie humana se encuentra ante el reto más importante de su evolución: dar rienda suelta a los instintos básicos e iniciar la lucha por la supervivencia del más fuerte o elevarse por encima de la condición humana común y convertirse en personas capaces de solidarizarse en torno a la necesidad de los más débiles y de evolucionar para no sucumbir en las garras de la desesperación y la locura colectiva.

Lo que vendrá no debería despojarnos de nuestra calidad de personas, de seres humanos que han transitado por generaciones de calamidades y desastres. En todos siempre ha resaltado la fortaleza de unos cuantos que levantado la mirada hacia propósitos nobles, sin más interés que el bien común. Esos pocos seres humanos que lograron trascender lo primario e instintivo, han tenido algo en común en sus vidas: su innegable espiritualidad.

Específicamente, se entiende por espiritualidad como un sentido de conexión con un ente que va más allá de nosotros mismos, alguna fuerza poderosa que se experimenta como energía, poder superior, deidad o conciencia trascendental. Estas experiencias, si bien son personales, se encuentran arraigadas en todas las culturas a lo largo de la historia, siendo un aspecto importante de nuestra cualidad humana.

Más allá de cuestiones religiosas, la espiritualidad es una de las dimensiones del ser humano más importantes: no se trata de pertenecer a una religión específica, de creer en Mahoma, en Cristo o en Buda, sino de sentir una conexión con nosotros mismos y con el entorno, a partir de lo que le damos significado a las experiencias y sentido a la vida. La espiritualidad describe lo privado, la relación de intimidad entre el ser humano y lo divino, y las virtudes que se derivan de esa relación.

La espiritualidad y su práctica, tiene mucho que ver con nuestra curiosidad natural, con nuestra motivación, con la necesidad de canalizar emociones como el miedo, la ansiedad, la sensación de soledad, el estrés y el vacío existencial. El ser humano busca no sólo bienestar interno, calma mental y sanación emocional, sino también significados de un mundo que por lo general tiene más preguntas que respuestas.

El filósofo Francesc Torralba afirma que la inteligencia espiritual no es la conciencia religiosa. Se trata más bien de ver la espiritualidad con la que podemos trascender nuestra propia realidad, partiendo siempre desde el autoconocimiento.

La neurociencia  no acepta la existencia de entidades sobrenaturales. Busca ante todo entender nuestras motivaciones para practicar actividades que producen calma y bienestar, como es el yoga o la meditación. Actividades que liberan dopamina en nuestro organismo, aumentan la conectividad de la corteza prefrontal o potencian nuestra plasticidad cerebral.

De acuerdo con Marc Portenza,  neurocientífico de la Universidad de Yale, “Las experiencias espirituales son estados que pueden tener un impacto profundo en la vida de las personas, por lo que la comprensión de las bases neuronales que subyacen a estas, pueden ser una ayuda para entender tópicos relacionados a la salud mental, la resiliencia, entre otros”.

Este investigador demostró que las experiencias espirituales generan patrones de activación en el lóbulo parietal inferior del hemisferio derecho del córtex cerebral, el cual está encargado de la capacidad de autoconsciencia y de percepción de los demás.

Igualmente, se pudo observar activación en el sistema límbico; específicamente, se activaron estructuras tales como el tálamo y el caudado medial, las cuales tienen como función el procesamiento de estímulos emocionales y sensoriales.

El neurocientífico Andrew Newberg, autor del libro “Principles of Neurotheology”, menciona que en estudios realizados a monjes budistas, acostumbrados a practicar la meditación, muestran un menor envejecimiento neuronal, mayor capacidad de memoria y una mejor resistencia al dolor. También afirma que la capacidad de creer en lo espiritual, puede depender de la cantidad de dopamina que es depositada en los lóbulos frontales; y que niveles bajos de dopamina, pueden crear un sesgo hacia el escepticismo y la falta de fe.

Autores como Daniel Goleman o Howard Gardner tienen un concepto de lo espiritual que va más allá de lo religioso e incluso de lo cognitivo. Se refieren a  la necesidad de alcanzar un conocimiento más profundo y sensible de nuestra realidad, ahí donde podemos vernos a nosotros mismos como parte de un todo, donde es posible alcanzar un bienestar más elevado y alejado del ego, de la fijación por lo material. El tipo de inteligencia espiritual que refiere Howard Gardner, implica no sólo tolerar, sino desear la soledad.

La espiritualidad se puede alcanzar con recursos como el estudio de la filosofía, el diálogo socrático con uno mismo, la meditación y el complejo arte de vivir en forma consciente, apreciando el aquí y ahora.

Aquí es importante señalar la relevancia de la práctica del Mindfulness o Atención Plena, que significa prestar atención de manera consciente a la experiencia del momento presente con interés, curiosidad y aceptación. Jon Kabat-Zinn, introdujo esta práctica dentro del modelo médico de occidente hace más de 30 años; fundó la Clínica de Reducción de Estrés en el Centro Médico de la Universidad de Massachusetts. Allí introdujo a los pacientes a la práctica de Mindfulness para el tratamiento de problemas físicos, y psicológicos, dolor crónico y otros síntomas asociados al estrés.

Nuestro cerebro está conformado por la bondad y emociones empáticas o sentimientos como la amabilidad, compasión y la cooperación con los otros que permiten nuestra salud integral, realización y felicidad. En este sentido, las conocidas como neuronas espejo nos indican que el ser humano tiene la capacidad de empatía, de sentir una conciencia global, con predisposición a la solidaridad y al altruismo.

El desarrollo de la empatía, la compasión, la veneración y el asombro ante la naturaleza y lo desconocido, son elementos centrales del desarrollo cerebral saludable tanto para el individuo como para la sociedad y  a su vez son el germen de una espiritualidad profunda y madura.

La espiritualidad está más allá de creencias que manipulen o afirmaciones New Age engañosas y carentes de asidero científico que solamente buscan el lucro económico y la generación de sectas pseudoespirituales,  que  en realidad son grupos de poder y cooptación de personas con  necesidades de trascendencia y afectos. Es realmente el altruismo, como forma tangible de la espiritualidad, lo que trata de ir estableciendo una sociedad-mundo más habitable. La cooperación solidaria, afecto y amor hacia los otros es lo que realmente nos ha hecho evolucionar y desarrollarnos como humanos, lo que permite la cohesión y superar los obstáculos e inconvenientes o males que nos agobian. El amor y la solidaridad van impregnado la vida de las personas, transformado la realidad en el compartir la existencia y los bienes.

La espiritualidad es una mística compasiva e inteligente, que no busca sólo remediar de forma asistencialista o paternalista e individualista el sufrimiento del otro, sino que discierne sobre cuáles son las raíces del mal y de la injusticia, la cultura y estructuras sociales que están de fondo y causando dicho dolor, deshumanización e injusticia en el mundo, para transformarlas profundamente. La auténtica espiritualidad es una experiencia o proyecto de vida que se realiza en la interrelación dinámica, profunda y trascendente con los otros; en promover y ejercer valores o principios antropológicos-éticos, como son la fraternidad y el amor, la compasión y el perdón, la paz y la justicia.

La propuesta de recurrir a la espiritualidad como respuesta evolutiva para enfrentar el desastre que viene, tiene su fundamento en contrarrestar el egoísmo y el consumismo sin medida. Las tendencias espirituales son un mecanismo mediante el cual podemos mitigar una parte de la presión psicoemocional -característica natural de la condición humana- que limita la cohesión social y el sentido de comunidad.

Recordemos el hecho de que personas que han infligido normas de convivencia social, se aferran a diversas expresiones espirituales y resuelven adicciones a las drogas, al alcohol, a la prostitución y a otros trastornos de repercusión familiar y social, que de no hacerlo, ninguna terapia médica occidental podría haberles ayudado a superar sus propios desastres personales.

En la crisis provocada por la pandemia y especialmente en el regreso a la normalidad, la espiritualidad nos permitirá humanizarnos, alcanzar el desarrollo, la liberación integral y el bien común. Podremos realmente llevarla a la práctica, en el compromiso por la reconciliación y la paz, por la fraternidad y la justicia, para los marginados y víctimas de la pandemia. Sólo la vida espiritual nos permitirá apreciar que nada más profundo y  humano, ni más bello y hermoso, que uno se encuentre entregándose por los demás, donándose y comprometiéndose para hacer un mundo posible, más justo y fraterno.

[1] Lic. Ernesto Palma Frías. Director Ejecutivo de Fundación Mexicana para la Excelencia Educativa. Correo electrónico: excelenciaeducativa01@yahoo.com

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