
Por Sergio Alberto Cortés Ronquillo
En primer lugar, me gustaría hacer una aclaración: me parece poco apto que yo haga un escrito al respecto de los libros de esta mujer, Svetlana Alexiévich, porque no tengo el derecho. Eso es lo que sentí leyéndola. Sin embargo, me atrevo a hablar de estos porque me parece que marcaron un antes y un después en mí, y sobre todo algo que no me había puesto a pensar y que es justamente lo que consagra a esta escritora periodista bielorrusa: la particularidad, la voz única en medio del coro incesante. No tengo el derecho, pero me parece que es lo mínimo que le debo a alguien que nunca sabrá de mi existencia, a quien le agradezco que levante la voz.
De los seis libros en su haber, yo he tenido la oportunidad de leer cuatro. El orden me parece indiferente, sin embargo, el contenido es colosal. Son escritos, y ninguno de en los que pude adentrarme es excepción, que uno tiene que leer con tiempo, lentamente, y no porque sean complejos: tienen tantos sentimientos, tantas emociones encerradas, tiene un dolor tan humano e incomprendido que uno tiene que tomar pausas. Si uno no toma estos paréntesis, no siente lo que ella logró calcar en los testimonios, y eso resultaría ofensivo para quien comparte lo que vivió, para la escritora y para la humanidad entera.
Cada uno trata temas diferentes: “Los últimos testigos” son los niños durante la Segunda Guerra Mundial, “Las voces de Chernóbil” narra lo acontecido para los habitantes de dicho lugar cuando la planta nuclear “explotó” (y es que, estrictamente, fue un incendio debido a una falla en la prueba de los medios de seguridad de la planta). En este libro en particular leí la historia de amor más desgarradora, y no me da vergüenza admitir que fue con la que más lloré. “Los muchachos de zinc” habla de la invasión rusa a Afganistán y el último que leí para escribir este artículo: “La guerra no tiene rostro de mujer”, el más rico en reflexiones de Svetlana en cuestiones respecto a su fulminante papel como recopiladora-periodista y escritora.
Algo que llamó mi atención de sobremanera, como escritor, es que ella dice que las palabras no son suficientes para describir lo que pasó en estas eventualidades. Yo diría “¿Cómo puede ser, si la escritura y la bien lograda literatura son capaces de transmitirlo todo?” Si usted piensa como yo lo hacía, tiene la obligación moral e incluso profesional de leerla: ella me mostró que no, la literatura no es suficiente, porque ella misma lo dice: al estar hablando con las víctimas no pudo expresarlo todo: las lágrimas, los gestos, los movimientos, los rechazos, los viajes que hizo, las alegrías, las tristezas y, sobre todo, el dolor. El dolor en los libros se escapa de las letras. No es posible mostrar al ser humano en su totalidad por medio ni de la más lograda literatura, a menos que nos encerremos en la situación de ficción. No lo digo para denostar grandes mentes como Dostoievski con sus personajes psicológicamente perfectos, ni al mexicano plasmado por Rulfo, mucho menos la belleza de lo que la gente dice en el realismo mágico de García Márquez, Borges o Restrepo, ni quien sea: es que la realidad es más que toda creación humana, y Alexiévich lo demuestra a capa y espada. Y es que “No se puede agarrar por el cuello un pedazo de vida, toda esa porquería existencial, y arrastrarlo a la fuerza hasta el libro. No se puede coger todo eso y engastarlo en la historia tal cual. Es necesario <abrir una brecha en el tiempo> y <atrapar la esencia>”.
Uno como creador se sentiría orillado a decir lo que la autora también dice con cierto pudor: es el dolor convertido en arte. Los testimonios están bañados de una belleza etérea escalofriante. Las reflexiones de estas personas durante y luego de sus pesadillas en vida nos lo dicen todo del ser humano sin dejar la abrumadora verdad de que lo expresado viene de gente real, de carne y hueso. Todos, todos los testimonios son dignos del Nobel de literatura; y a lo mejor es eso justo que las letras no logran transmitir en su totalidad sobre la realidad humana, a lo mejor es la lejanía de no haber vivido siquiera algo ligeramente parecido. Uno no quiere hacerlo, pero imaginarse que alguien vive después de eso, que vive y respira y sigue siendo humano es… es desconcertante, uno pensaría que incluso imposible. Alexiévich demuestra que lo que nos vuelve humanos, débiles, es justo lo que nos hace salir adelante, y en el caso de los libros, es la “suerte” un factor de suma importancia para vivir para contarlo. Una suerte irónicamente cruel, una suerte despiadadamente inhumana.
Las voces de Chernóbil, Nadezhda Afanásievna Burakova: “Pero ¿qué saben de Chernóbil? ¿Qué se puede apuntar?… Perdone… [Calla]… ¿Cómo poder apuntar lo que dice mi alma? Si ni yo misma sé siempre leerla.”
Los muchachos de zinc, llamada telefónica: “Sí, yo mataba… Pero lo hacía porque quería vivir… Quería regresar a casa. En cambio, ahora envidio a los muertos. Los muertos no sienten dolor…”
Los últimos testigos, Masha Ivanova: “Lo golpeaban con fusiles. Le golpeaban la cabeza. Yo fui corriendo, descalza sobre la nieve, hasta la orilla del río y grité: <¡Papá! ¡Papá…>. En la casa, la abuela se lamentaba: <Pero ¿dónde está Dios? ¿Dónde se esconde?> Mataron a mi padre…”
La guerra no tiene rostro de mujer, Aglaia Borísovna Netreruk a la entrada de las tropas rusas en Alemania: “No lográbamos entenderlo: ¿si ahí vivían tan bien, para qué hacer una guerra?”
Una cosa que me pasó muy en lo particular al leer los libros de Svetlana es que, cuando la gente que le cuenta sus testimonios, si así dejan a la autora, pone sus nombres. Hay algunas páginas, enteras, llenas de nombres que se me complica su pronunciación a la primera. Bien, pues, a pesar de ser nombres con sus rangos, con sus situaciones particulares; los tenía que leer. Incluso sin acordarme de esa gente, Alexiévich logró hacerme sentir mal de solo imaginarme que no tuviera el tiempo ni el respeto de leer eso: un nombre en un libro, un nombre de alguien que nunca veré en la vida, que no sabía que existía de no ser por las letras ahí escritas… me parece ofensivo no leer sus nombres.
Leer a Svetlana Alexiévich es lento, pausado. Debes detenerte a respirar. La dificultad radica en su forma de mostrar el lado humano entre el horror de la desgracia. Cuesta trabajo creer que escribe de gente real, de verdad, de carne y hueso como uno mismo. Es impensable que esa gente pueda vivir, que haya vivido, incluso después de lo que le pasó. Es una grosería, una verdadera infamia hablar de guerra, de desgracia, sin haber leído al menos uno de estos libros. Leer a la bielorrusa es marcar un antes y un después en la vida individual de cada uno de nosotros.