
De Un Mundo Raro
Dicen los clásicos que si existe una tarea complicada para el intelecto humano, es cambiar la percepción que tenemos del mundo y su realidad.
“Cada cabeza es un mundo” o “chango viejo no aprende maroma nueva” son un par de refranes populares que nos hacen reflexionar acerca de la forma en que los rasgos de nuestra personalidad nos marcan de por vida.
Los hechos inéditos de los últimos meses, con un mundo convulsionado por la pandemia del coronavirus, me han puesto a divagar -como lo hice en la pasada entrega- sobre la forma en que éstos tiempos serán reseñados en el futuro, pero ahora me han puesto a pensar en otro ejercicio similarmente complejo: ¿Cómo entender a cabalidad los hechos registrados en otro tiempo?
Y para adentrarme en esa línea de pensamiento, me propuse repasar algunos recuerdos de la historia familiar, que a la luz del tiempo y tras investigar distintos datos históricos, han adquirido otra relevancia.
De inicio debo aclarar que no tuve la oportunidad de conocer físicamente a mi abuelo paterno, Don Cándido Isidro. Él falleció en el año de 1966 -seis años antes de mi nacimiento- en Tehuacán, Puebla, donde transbordaba un autobús para viajar a la capital del país, para asistir al bautizo de Leticia, mi hermana mayor. Un vehículo lo atropelló, y la familia tardó algunos días en enterarse del percance.
Mi abuelo debió ver la primera luz en la primera década del siglo XX, muy seguramente en el municipio de Nacajuca, Tabasco, de donde proviene toda mi familia paterna. Y al igual que la mayoría de las familias de la región, terminó dedicándose a las labores del campo.
Mi padre me ha platicado distintos episodios de su infancia con referencias a ese entorno rural, donde la gente andaba a caballo y con machete al cinto; las pesadas faenas en los cultivos de caña de azúcar y maíz, que debían combinar con los pocos grados de instrucción escolar que estaban disponibles en la región; pensar en estudiar más implicaba salir del pueblo y muy seguramente del propio estado.
Muchas de las anécdotas de aquellos años hacen referencia a las prolongadas ausencias de mi abuelo, que posteriormente cobrarían sentido al ubicar la temporalidad de algunos hechos de su historia personal. Y es que aunque no tuvo profesión alguna, Don Cándido aprendió, muy joven, un oficio del que hizo su forma de vida: constructor y capataz de alambiques de destilados de caña.
Mi abuela, Doña Petrona Jiménez, también ya fallecida, nos ponía la historia en contexto: durante sus años mozos Cándido se dedicaba al comercio de instrumentos de labranza y diversos enseres para el campo, que para obtener alguna ganancia extra, llevaba de manera personal a sus clientes a sus ranchos y cultivos. En ese trajinar hizo relación con un viejo destilador de aguardiente, de quien aprendió los artes y trucos del oficio. Cuenta la abuela que en alguna ocasión, esperando a su cliente, llegaron algunos compradores al alambique. Cómo en ese momento el patrón estaba ausente, y sólo estaban los peones, los marchantes se dirigieron a mi abuelo asumiendo que se trataba del jefe por una cuestión de discriminación: era el único adulto con ropa limpia y aspecto “presentable” en el lugar, además de que era de cabello rubio y ojos claros. Por ello muchos de sus amigos lo conocían como “Chelo” (dicen que la palabra “xeel” en maya es sinónimo de “güero”).
El joven comerciante se percató de que le resultó fácil negociar con los compradores de aguardiente, por lo que decidió dar el siguiente giro en su quehacer personal, y construyó su propio alambique.
Aquí valdría la pena hacer un paréntesis histórico para referirnos a un hecho que cambiaría drásticamente la vida de mi familia paterna.
Hacia 1930 iniciaba el tercer periodo del general Tomás Garrido Canabal como gobernador de Tabasco, al cual llegaba en un momento ascendente de su poder. Aliado de los generales Álvaro Obregón y posteriormente de Plutarco Elías Calles, el militar y agrarista contaba con el absoluto respaldo del poder central, lo que le permitió emprender diversas reformas que tenían por objetivo convertir a su entidad natal en “el gran laboratorio social de la Revolución”, como él mismo se ufanaba en presumir.
Durante sus tres mandatos consecutivos, se emprendieron distintas reformas y campañas en apoyo a las actividades agrícolas, a la instrucción pública y al fortalecimiento de las instituciones. Sin embargo, también se le acusó de emprender acciones de corte fascista, como los castigos físicos a los crimínales -asesinos y violadores eran marcados como reses durante ese periodo-, la persecución al culto católico, al cual acusaba de someter a las clases marginadas al fanatismo, la ignorancia y la explotación, y finalmente, una campaña que tendría impacto en el futuro del jerarca de mi familia: convencido de que el desmesurado consumo de alcohol era causa de la dispersión social, los vicios y las conductas criminales, determinó imponer la Ley Seca en todo el territorio estatal , mediante un decreto publicado en abril de 1931.
El decreto impuesto por el gobernador Garrido era sumamente estricto. A la letra, incluía sanciones para la importación, exportación, compra, venta, abastecimiento y elaboración de bebidas alcohólicas de cualquier forma o cantidad, fuera de la cerveza, que consistían en hasta seis años de prisión y una multa de 500 a 5000 pesos de esa época a quien infringiera la norma.
Cuentan las crónicas que en años anteriores, Tomás Garrido había intentado combatir el consumo de alcohol con otras medidas. Una de las más recordadas fue la de retirar las puertas de las cantinas, como una manera de “exhibir” a los consumidores de alcohol para vergüenza pública; limitó el número de asientos y mobiliario, por lo que los parroquianos debían beber de pie. Todavía algunos tabasqueños de la vieja guardia recuerdan que de ahí vino la práctica de disponer de “reservados” en las cantinas, pequeños salones privados para clientes preferentes.
Volviendo a la historia familiar, la imposición de la Ley Seca convirtió a mi abuelo Cándido, de la noche a la mañana, de un emprendedor en ascenso a un prospecto a delincuente. Para cuando se publicó el decreto, recuerda mi abuela, el señor ya llevaba casi una década en el oficio, y todo su pequeño capital se encontraba invertido en ello. Así que llegó el momento de tomar decisiones difíciles.
A pesar de la prohibición, muchos hacendados y dueños de fincas en zonas remotas de Tabasco y todo el sureste siguieron destilando aguardiente de manera clandestina. Mi abuelo se embarcó entonces en la labor de viajar a esos lugares a construir los alambiques en chozas y cobertizos escondidos en zonas selváticas y pantanosas, o bien camuflajeados en trojes y caballerizas en las propiedades de ricos hacendados. El riesgo era mucho, pero la paga era buena. Y a esas alturas, Don Cándido no parecía resignado a cambiar de oficio por las ocurrencias de un político, por muy gobernador que fuera.
Esa condición explica en parte las prolongadas ausencias del abuelo. Mi abuela, mi padre y sus hermanos tuvieron que sortear con algunos gajes de esa situación. Cuenta mi padre que como una forma de proveer dinero a la familia durante sus ausencias, mi abuelo dejaba una cierta cantidad de botellas de aguardiente almacenadas dentro de una red de pescar, que lanzaba al fondo de una ciénaga cercana que era atada a un árbol. Y que cuando el dinero faltaba en casa, los hermanos mayores eran los encargados de ir a “pescar” algunas botellas… y de la venta salían los recursos para que la familia tuviera sustento para los días siguientes.
Historias reales de un México que muchos no alcanzamos a comprender, porque no nos tocó vivirlo.
Finalmente, la Ley Seca fue derogada en Tabasco en 1937, y mi abuelo encontró otras formas de ganarse la vida. Sin embargo, siempre recordaba sus buenos años como destilador, cuando una firma suya en una cantina tenía más valor que un cheque en blanco.
A principios de los sesentas mi padre y algunos de sus hermanos migraron a la Ciudad de México, como millones de mexicanos, buscando nuevas oportunidades. Pocos años después mi abuelo vivió un tiempo en la capital, pero la nostalgia lo llevaba siempre a regresar a su Tabasco natal. Cuentan que nunca pudo acostumbrarse al estilo de vida de la gran ciudad.
Me he puesto a reflexionar… ¿qué pensaría un hombre como Don Cándido Isidro de la forma en que sobrellevamos estos días de confinamiento, miedo e incertidumbre?
Seguramente, habría buscado la forma de sacarle la vuelta al miedo. Sería, sin duda alguna, una maravillosa historia para contar…
Twitter: @miguelisidro
SOUNDTRACK PARA LA LECTURA
-Dora María (México)
“La caña brava”
-Los Relicarios (Colombia)
“El aguardientero”
-Los Karracha (México)
“El Tigre”
-Karmito y Los Supremos (México)
“Puerto Ceiba”