Foto: Daria Nepriakhina. Unsplash

Reflexiones Apátridas

Esperé impaciente el reposo del agua caliente y el café en la prensa francesa. Presioné el émbolo hasta el fondo. No opuse resistencia al embrujo de su aroma exquisito. Serví esa dulce droga en mi taza favorita. Ya paladeaba su sabor desde antes de beberla. Con gran devoción abracé con las manos el recipiente, con esa entrega expectante de cuando uno se acerca al gozo. Mis labios tocaron la boca de la taza, esperaban ese primer contacto con la bebida calientísima cercano a la abrasión. Pero del placer nada, el timbre sonó como una explosión en medio de un orgasmo. Despeinada, sacudida por la realidad hiriente, fui sustraída de aquel ritual de la tarde que me permite ser medianamente funcional el resto del día. 

La chica vendía focos, unos que, según dijo, garantizaban ocho mil horas de vida. Quién sabe si eso es mucho o poco, pues toda la información que dio me sonó a grosería. Toda llamada a la puerta o al teléfono es un acto grosero. Era una vendedora de las peligrosas, de las que no te dan oportunidad de defenderte, de las que te dejan inmóvil con su farragosa verborrea. Me extendió un foco y cometí la estupidez de recibirlo.

Ella siguió explicando la oferta ilimitada que no podía dejar pasar. Poco después me armé con toda la prepotencia que pude reunir, pues, no voy a mentir, carezco de ese don, no porque sea amable sino porque soy cobarde. Hizo un breve alto en su retahíla. Pero estaba lejos de ganar esa batalla, la mujer reviró con su espada del 4×2. De forma sorprendente tuve un momento de arrojo, de valentía febril, y escapé de su embate. Lo malo es que aún tenía el foco en mi mano, que para entonces se había convertido en una granada explosiva sin seguro. Se lo ofrecí imitando de forma torpe la seguridad con la que me lo dio. Ella, hábil en las artes de combate, dio un paso atrás. Paradójicamente me sentí acorralada. 

Como siempre hacen los cobardes en momentos de apuros, grité. Pero no fue un grito categórico sino risible. Como una flecha que cae en el piso, a un lado del blanco, y no filosa y severa, sino desmayada. Ella se burló y lo entiendo. Entonces se me ocurrió amenazarla: “O tomas el foco en este momento o lo dejo caer”. Pero ella, atroz y bravucona, más porque ya se había dado cuenta de que a pesar de sus amagos no le compraría nada, me contestó: “Me da igual, es irrompible”. Las almas que no tienen nada que perder son las más peligrosas. 

En algún punto la mujer se apiadó de mí y me recibió el foco que para entonces yo le agitaba frente a su cara. Lo hizo con sorna, casi feliz de verme en aquel estado enloquecido. Azoté la puerta dizque para vengarme. Me arrepentí. La ventana vibró y algunas cosas tintinearon. Los gatos me vieron como lo que era: una mujer derrotada y ridícula que, además, se había perdido la oportunidad única del primer sorbo hirviente de café. Porque no hay más que uno de esos en cada taza y en cada encuentro amoroso. Aquella guerra la perdí en todos los frentes. 

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

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