
Confieso que he pecado. Peor aún, que me he equivocado. Porque al menos el pecado implica intención, mientras que el error, estulticia. Me he equivocado al señalar las faltas de mis vecinos durante todas estas semanas.
Reconocerse en el error es demoledor. Se siente igual a cuando uno sueña que va a una fiesta y descubre que solo lleva puesta ropa interior. Lo peor es que nadie me dijo nada, algo asà como: Oye, te estás pasando, ¿no será que tú eres la peor vecina del mundo? —Ah, no, sà me lo dijeron, pero en vez de entrar en razón me aferré a mi idea y hasta creà que me lo estaban diciendo como un halago socarrón.
Y es que por fin me di cuenta de que la que vive a deshoras soy yo y no todos los que me rodean. Eso debe ser y no las cosas espantosas que dije de mis vecinos. De otra forma no se pueden explicar los extraños fenómenos que ocurren en mi vecindario.
A eso de la medianoche la vecina de atrás siempre licua algo. Todas las noches. Sin falta. Medianoche: licuado. Más tarde el vecino de al lado martilla algo. MentirÃa si digo que todas las noches, pero muy seguido. Y si no hay martillazos, mueve muebles (los arrastra).
Pero lo que terminó por mostrarme mi garrafal error fue que el otro dÃa en medio de la noche, no sé si eran las 2 o las terribles 3 a.m., el otro vecino de al lado se puso a aspirar. Supongo que era dÃa de limpieza profunda porque aspiró hasta el amanecer.
Reconozco que me equivoqué pero tampoco soy necia ante las evidencias y la lógica, faltaba más. La que está viviendo a destiempo soy yo, me dije. Toda mi vida he cometido el error de dormir por las noches, cuando en realidad es el momento ideal para encender la música a todo volumen, recibir a los amigos, pulir muebles, preparar smoothies y forjar espadas medievales. ¡Qué error el mÃo!