Olesya Yemets. Unsplash

Hace un par de noches tuve un sueño apocalíptico, un sueño que me despertó sobresaltada a media noche, en el segundo mismo en el que cambia la fecha en el calendario. En mi sueño era perseguida por un asesino que no podía ver, un asesino serial que había cobrado mil vidas y que ahora venía por mí.

Me acosaba, no podía ocultarme de él, estaba ahí, acechándome en las plazas, en los parques, en la escuela, en el trabajo, en el gimnasio, en los centros comerciales, en el transporte público; parecía estar en el mismísmo aire. El único lugar en el que podía sentirme segura y a salvo era en mi hogar. Después de un largo y riguroso proceso de revisión de puertas y ventanas, de desprenderme de la ropa que usé fuera de casa, lavar mis manos de manera compulsiva y desinfectar todo lo que el exterior contaminó, sólo después de eso, me sentaba en mi sala, abrazaba y besaba a los míos y podía sentirme seguro y libre. No sabía que el enemigo nos acechaba detrás de las cortinas y detrás de las paredes, esperando el más mínimo descuido para entrar y apoderarse del único espacio en mi vida del que todavía no era dueño.

En mi sueño salía a trabajar, con todas las medidas y precauciones que tener a un acosador tras de nosotros requiere: cabello atado y cubierto con un sombrero para que no pueda prenderse de él, careta para proteger los ojos, algo para tapar boca y nariz por si intenta tomarnos por sorpresa. Tomando siempre una distancia segura de todas las personas pues desconocemos el rostro de nuestro agresor, de nuestro victimario. Guantes en las manos y no tocar nada más que lo necesario. Ya saben, salir lo menos posible, vivir lo indispensable.

La idea de regresar al refugio seguro siempre impregna de esperanza un pesado día, pero el sueño se convirtió, irremediablemente, en pesadilla. Al regresar al hogar supe que ya no estaba segura, supe que él estaba ahí, entre mis seres amados, tal vez, detrás de mí. Supe que todas esas medidas implementadas al exterior, tendría que replicarlas dentro del refugio, en casa, con los que amo. Supe que nos convertíamos en robots, seres que deambulan esperando que sus pulsaciones continúen la rutina de siempre. Seres sin pasión, sin alma, sin amor; seres cien por ciento racionales.

Desperté agitado y sudorosa, desperté y supe que la pesadilla era real, desperté para darme cuenta qué con asesino o sin asesino, qué con pulso o sin pulso yo ya estaba muerta, estaba muerto, todos estábamos muertos.

Por Paola Licea

Soy amante de las letras y de los pensamientos. Licenciada en APOU Candidata a Mtra. En Humanidades

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