Elena Mozhvilo. Unsplash

Hay una casa en la que siempre he querido vivir. Está ubicada en el centro de mi ciudad, en una calle que sufre la maldición severa de que por ella pase el transporte urbano. Así fue como la descubrí; cada día durante varios años pasé frente a su puerta en el autobús y le veía sus detalles: sus tres escaleritas de piso amarillo muy brilloso por el uso; su puerta principal de madera repintada de blanco; su cancel negro con herrajes en forma de flor de liz; su jardinerita llena de enredaderas y una sávila; su ventana cuadriculada con vidrios que lucían bellamente avejentados. También me gustaba ver su balcón del primer piso y sus remates de madera y un ventanal que apenas alcanzaba a divisar desde mi asiento.

Un día iba caminando y me di cuenta con agitación que estaba cerca de esa casa. Caminé con sigilo y emoción, como cuando uno está por llegar al lugar en donde se encuentra muestro amante. La vi ahí, esperándome. La miré desde la acera de enfrente, aún no me atrevía acercarme. Vi su balcón hermoso, una jaula en la que había, por fortuna, un buqué de flores artificiales. La casita me saludó con el metálico sonido de un carrillón que pendía de un segundo piso que jamás había visto. El corazón me saltó, pude ver que en ese sitio había varias jardineras con flores y arbustos, y que además tenía un tejabán de palma que estaba abrazado, o invadido, o ambas cosas, por una bugambilia impúdicamente fiusha que casi parecía iridiscente. Crucé la calle sobrecogida por tanta belleza y me atreví a poner una mano sobre su jardinera y le sonreí con complicidad. Me alejé con gran felicidad y derrota, como cuando uno se aleja del lugar en donde se queda nuestro amante. 

Hice la cuenta: he vivido en dieciocho casas distintas, incluyendo la que en este momento es mi hogar desde hace cuatro años. Una casita en toda forma luego de vivir en muchos departamentos. Recordé también que desde el 7 de septiembre de 1992 que salimos de mi casa de crianza —mi mamá nos llevó a vivir a Ciudad Juárez— nunca más volví a ese hogar, no solo a la casa, al inmueble, sino a esa vida pasada, lejana y hasta improbable que llamo infancia. 

Además de esa casa de crianza en la que ocurrió lo más bello y lo más brutal de mi niñez, hubo una casa en la que mi habitación tenía baño propio. Una que estaba infestada de alacranes. Una en la que no podía dormir por miedo. Una que tenía el baño hasta al fondo de las habitaciones y lo peor que me podía pasar era tener ganas de hacer pipí en las noches de lluvia porque tenía que atravesar un patio interior. Una en la que me dieron asilo durante varios años por pura amabilidad. Un departamento, un primer departamento pequeñísimo, frío, húmedo, con el boiler descompuesto, al que le siguió otro departamento, uno amplio pero también frío, húmedo y con el boiler descompuesto. Una minicasita en una vecindad céntrica y destartalada. Una casita con una yarda de pasto al frente y un ventanal cuadriculado. Un departamento, de nuevo un departamento céntrico del que recuerdo más mi vacío interno que sus desperfectos. Una casita infestada del horror del mundo: cucharachas. Una casucha en la que intenté ser feliz a la fuerza y, por supuesto, fracasé. Una casa en los altos de varios departamentos, una especie de penthouse humilde pero lindo, con el piso de mosaicos verdes y una enorme terraza y ventanales en arco. Una casa destartalada con la mejor regadera que he tenido en la vida. Un departamentito sin patio que tenía, quién sabe por qué, dos lavabos para manos, uno dentro del baño y uno al salir. 

En cada una de esas casas y departamentos que viví encontré rincones únicos, irrepetibles, pero también carencias, hoyos y habitaciones frías… y no me refiero a los de las casas y departamentos. A veces uno cree que vive en esos lugares, cuando es al revés. En el recuerdo son esos espacios nuestros inquilinos. A veces se cierran etapas, épocas, se sale huyendo, se tapian las puertas principales y, claro, a veces dan ganas de prenderles fuego a algunas casas y departamentos para olvidar, aunque es imposible, lo que sucedió ahí dentro.

Un día me invitaron a una fiesta de cumpleaños. La anfitriona era una conocida de esa clase de amistades que uno siempre quiere que prosperen pero algo siempre las aleja. Ni las señas, ni la calle que me pasó vía e-mail llamaron particularmente mi atención. No así cuando a una cuadra descubrí hacia dónde me dirigía. Frente a los tres escaloncitos amarillos que daban a la puerta principal repintada de blanco me temblaron las piernas. Volví a colocar mi mano en la jardinera, volví a ver la ventana cuadriculada con sus vidrios bellamente avejentados. Mi amiga abrió la puerta y yo entré con la vergüenza oculta y la desvergüenza en las mejillas de cuando uno conoce a la pareja de su amante. Mi conocida me invitó a pasar, me invitó a la cocina para que dejara las bebidas que yo había llevado. Dejé una cerveza en mi mano y ella me dijo: “Pásate están arriba, ahorita los alcanzo”, y me señaló el pasillo que desembocaba en un patiecito y unas escaleras. Sentí la libertad que debe sentirse cuando tu pareja te permite tener un amante.

Caminé embelesada, la casa era más bonita y hermosa de lo que yo había alcanzado a imaginar. Porque uno imagina así: de forma torpe ante la apabullante realidad. Subí unas escaleritas de cemento y lozas amarillas, acaricié la curvatura de su pasamanos de cemento, vi sus ventanales y demás ventanas cuadriculadas, las sombras internas, que a esa hora, un poco antes del atardecer, se alargaban hasta el suelo. Llegué al último piso y mi pasión ya estaba desbordada, pero aún no veía lo mejor: una pequeña puerta en arco que daba la bienvenida a ese espacio oculto como un oasis en medio de la ciudad. Al atravesar aquella puerta caí en la cuenta de que a veces los sueños se cumplen de forma implacable y en el momento menos esperado. Siempre me ha sorprendido la ignorancia de los despertares de los días maravillosos y crueles. Viví el atardecer desde la terraza y me sentí feliz; sin embargo, de nueva cuenta, al llegar el momento de partir supe que tal vez no volvería, o al menos no por mucho tiempo a aquel lugar magnífico y anhelado. Sí, ese largo abismo de la espera de los amantes. 

Varios años después iba en mi auto y pasé por esa casa. Ya había pasado en otras ocasiones, había encontrado la paz de la resignación, de cuando uno finalmente acepta que el amante nunca dormirá a nuestro lado todas las noches. Aún así no pude contener la emoción que me provocó ver el letrero inequívoco blanco con rojo de “Se Renta”. Pensé que sería una ilusión y detuve el auto: era verdad. Tomé una fotografía del anuncio, pero no  me atreví a marcar sino hasta que llegué a casa. Me atendió un hombre, al parecer joven, me dio la peor noticia del mundo: una cifra que no podía pagar. La brutalidad de la realidad es que lo más prosaico puede arrancarnos de nuestros más anhelados sueños. 

Me gusta mi casa actual, es pequeña pero está bien distribuida. Tiene uno de los lujos más grandes en una ciudad como esta que está invadida por capas implacables de asfalto y cemento: un patiecito y un árbol en la banqueta. En el patio tenemos muchas plantas, aunque carecemos del gran regalo de tener piso de tierra. La habito con amor y tranquilidad, pero también siento que mi relación con aquella casa inalcanzable aún está inconclusa, como si algo me dijera que no se ha escrito aún nuestro último capítulo. Sé que está ahí, que sigue bellísima por dentro y por fuera, con ese tipo de belleza callada y deslumbrante de algunos lugares. No es una casa particularmente distinta, incluso puede decirse que es hasta normal y sin mayor encanto, pero así pasa cuando uno se enamora: encuentra en los detalles más vulgares la hermosura más profunda que nos hace suspirar por las noches. Nos hace volver, caminar hasta esos sitios que nos dan placer y por el otro una zozobra dolorosísima. 

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

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