Brandon Morgan. Unsplash

Por: Silvana Freire Levín

Los días en el Crystal Palace eran monótonos, teñidos de una gama amplia de grises, que se extendían desde el alba por infinitos muros, suelos y austeros muebles adosados, hasta la inevitable caída de la noche; para llegar a un negro profundo que avanzaba paulatinamente, lamiendo centímetro a centímetro. Todo abrazaba con su manto. Estaba prohibido -como muchas otras cosas- transitar en las tinieblas, la oscuridad es el ambiente perfecto para ocultar casi cualquier cosa y eso significaba peligro. Pero esta vez, lo único que solapaban las sombras era la silueta menuda de una joven copiosa en rebeldía. 

No era la primera escapada nocturna de Emma Craig y no sería la última. Sin embargo, era imposible suprimir la adrenalina que corría por sus venas cada vez que lo hacía. Un par de ojos fulgurantes, su respiración entrecortada, estática como los muebles fijos a la pared, a la espera del descuido y el momento oportuno. Cada una de las supervisoras fue burlada por su astucia. La precisión de sus movimientos la hacían imperceptible. Rondaba la antigua casona como una más de sus fantasma. 

Los pasillos se extendían indefinidamente, Emma suponía que vistos desde una altura adecuada parecerían laberintos, probablemente sin salida. Porque todo en aquel lugar llevaba a lo mismo: vacío y sin sentido. En su lúcida mente no cabía el ansia que sus compañeras expresaban por casarse, no hallaba motivación en la idea de prepararse para eso, lo que convertía al Crystal Palace en una ridiculez. Ninguna instrucción sería suficiente para convertir a la indisciplinada Craig en una esposa ejemplar. Un ángel del hogar no podía tener sus ojos, tan oscuros como esa noche, pero más intimidantes. Su mirada la condenaba, los hombres veían en ella el reflejo del infierno. 

Los sigilosos pasos de Emma avanzaban por los estrechos pasillos sin producir sonido alguno. El suelo, de madera ennegrecida y con décadas encima, cedía bajo ella como si de hierba se tratara. Incluso, daría para pensar que la casa cuidaba de ella y hacía de cómplice cada vez que rompía las reglas. La ocultaba en sus rincones, silenciaba cada viga ruidosa, manipulaba los grises para camuflar su figura en las sombras y se quedaba quieta, sintiendo el roce de sus pies desnudos como caricias perdidas hace años. Esa noche el Crystal Palace se entregó, rendido ante el encanto de esta muchacha y sus ojos fieros. Se abrió, de par en par, para darle lo único bello que aún guardaba en sus entrañas. 

Una puerta de roble imponente se cruzó de pronto ante sus dedos. Se detuvo en seco, y temblorosa siguió las vetas de la madera hasta el picaporte. Para su sorpresa, no opuso resistencia. Debía ser la única puerta en todo el lugar que no estaba asegurada por siete llaves, lo cual le restaba emoción. Nunca había llegado tan lejos de su cuarto en una sola noche y no reconocía esa puerta de nada. Incluso, desentonaba con las demás. Era, de ser posible, aún más antigua y al acercarse notó un fuerte olor a humedad. Tenía un nudo en la garganta producto de los nervios. Pero con sus dos brazos delgados y algo de esfuerzo, la abrió. 

Estaba realmente oscuro, la exigua luz de las ventanas no llegaba a penetrar aquella misteriosa habitación. El hedor a moho abofeteó el rostro de Craig y la hizo retroceder por un instante. Osada, decidió entrar, sin pensarlo demasiado. Traspasó el umbral y poco a poco sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Lo que había dentro era algo totalmente desconocido para ella, pero por alguna razón sintió como se estremecía su pecho al ver esos extraños objetos acomodados tan cuidadosamente uno al lado del otro. Sin saber muy bien lo que estaba haciendo tomó uno entre sus manos sudadas, estaban cubiertos de suciedad y eran de una fragilidad inexplicable. Parecían muertos vivientes, que al ser expuestos a la más mínima luz se harían polvo. 

Emma había descubierto una antigua biblioteca. Hace más de un siglo que la escritura había sido prohibida y los vestigios de su existencia quemados, casi completamente. Las generaciones actuales desconocían los libros, periódicos, cartas, recibos y cualquiera de los derivados de esta satanizada práctica. Y ahí estaban, agonizantes, susurrando sus últimas palabras a una joven que no los entendía. Quería ayudarlos, sin duda despertaban en ella un sentimiento de compasión. Ellos la acogieron, por largas noches. Emma volvía siempre a su cita en el Cementerio de los Olvidados -así bautizó su hallazgo- atraída por una fuerza suprema y pasaba horas ahí, descifrando el mensaje. 

El Crystal Palace y su rigidez de pronto quedaban en un segundo plano. Intentaba cumplir sus deberes y no levantar sospechas. La indómita Craig ahora se mostraba diestra en la cocina, entendida en los quehaceres y ágil con la limpieza. Su progreso era atribuído, claramente, a la calidad educativa del instituto más importante de London. Las supervisoras estaban convencidas que en poco tiempo estaría lista para contraer matrimonio y convertirse así en un ejemplo: ninguna mujer es imposible de domar. 

No alcanzó a transcurrir un año cuando el augurio se materializó, la tomó por sorpresa, en una emboscada inesquibable. El destino había tocado a su puerta y ella no pudo oír los pasos que se avecinaban, hasta que fue demasiado tarde para huir. 

Un mozo, bien parecido y con una creciente carrera política, la había elegido. Estuvo observándola los últimos meses, en las exposiciones de solteras, sin que ella lo notara. Había algo en sus ojos que lo inquietaba, pero le sorprendió lo grácil de sus formas, poseía una particular bella, era pulcra y meticulosa en sus tareas. Parecía la esposa perfecta.

Emma lo intentó, su carácter no le permitía entregarse sin luchar. Con el mundo en los pies y la desesperación en el rostro llegó a la oficina de la superiora Isabella Broken. 

  • Buenos días, señora – inició la joven, bajando la cabeza. 

Solo el silencio fue su respuesta. Un silencio pétreo, que le calaba los huesos hasta la médula. Trató de mantener la compostura y exponerle a Isabella sus razones para rechazar este pretendiente. Pero ella la interrumpió en sus cavilaciones. 

  • Deberías callar Craig, ¿no aprendiste en el Crystal Palace a guardar silencio?- aseveró una voz grave que poco coincidía con el torso delgado que se alzaba sobre el basto escritorio.
  • “La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, de quienes es el poder en este mundo. Una mujer debería abstenerse de exponer su voz a los desconocidos como se abstendría de quitarse la ropa”. ¿O eres una cualquiera Craig? – Emma negó, sin poder mirarla a los ojos.
  • No quiero casarme, señora.- susurró, casi inaudible.
  • ¡No seas insolente, muchacha! Ya te dije que callaras, porque vas a tener que acostumbrarte al silencio, te lo digo como un consejo. Ahora, “márchate a tu habitación y cuídate de tu trabajo”, mañana es tu matrimonio.

Con esas últimas palabras se dictó su sentencia. Emma Craig, la mujer indómita, rebelde y vital estaba en su cuarto, tumbada sobre la cama, estática, como un cadáver abandonado entre sábanas. Preferiría ser un cadáver realmente, divagaba Emma. Preferiría cualquier cosa antes de ser una esposa. Suspiró, largamente, se le fue la tarde y la energía en suspiros y lamentos. Llegaba la noche y solo restaban horas para el evento. Pero había algo más que debía hacer. 

El Cementerio de los Olvidados la esperaba, intacto tras su último encuentro. La entristecía pensar en la suerte de sus amigos de papel, que tanta compañía le habían hecho. ¿Cómo podía un libro ser tan peligroso para el mundo como contaban sus propias páginas? Si estaban allí, arrumbados al muro, camuflados con lo gris, tan silenciosos como una mujer debía estar. Quizá podía aprender de ellos más de lo que pensaba, pero no tenía tiempo. Arrancó una página en blanco de uno de sus favoritos, era antiquísimo, tenía el lomo tan gastado que solo se lograba distinguir una palabra: Brontë. Le gustaba así, sin nombres, sin títulos. Se acercó la hoja al rostro y una tímida lágrima rodó con su mejilla.

El día había llegado. El gran día para algunas y el suplicio para unas cuantas. Emma no durmió en toda la noche. Se plantó frente al extraño, ella con su rostro pálido y demacrado que contrastaba con lo bronceado de él. Lo miraba fijamente, mientras unas frases arquetípicas sonaban de fondo, ahogadas como un eco lejano. Emma no estaba ahí, su alma había quedado en aquel misterioso cuarto húmedo, entre papeles y tintas. 

– Acepto – oyó decir al hombre  desconocido, quien le esbozó una sonrisa algo lobuna. 

– Puede tomar a la novia – replicó la voz de fondo.

Ella cerró los ojos, abrió la boca y se entregó. Como era costumbre, el hombre la tomó de la cintura con una mano, le acarició el rostro, los labios y de un preciso abrir y cerrar de tijeras le cortó la lengua. Ahora era oficial, era su esposa.

Emma volvió a abrir los ojos, con el rostro pétreo. No hubo gruñidos, gritos, o ladridos, como también era costumbre. No derramó lágrima  alguna, solo la sangre se deslizaba por su barbilla. Miró a su nuevo esposo, con sus ojos fieros y sonrió, irónica. Un gesto de ella y él extendió la mano, donde Emma Craig, imbatible, depositó una hoja de papel.

Con una letra primeriza, pero entendible se leía:

“Nunca seré tuya”. 

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