
REFLEXIONES APÁTRIDAS
“Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata”
Casi para todo existen frases hechas. Algunas son estrambóticas, otras hasta exóticas y otras más tienen un trasfondo cultural desdibujado. Sin embargo, las usamos con soltura incluso si las aborrecemos un tanto —como es mi caso. Es innegable su utilidad para salir bien librados de pláticas ineludibles con nuestros vecinos, así mismo con los conocidos y familiares secretamente despreciados que los días con mala estrella encontramos en lugares públicos y reuniones.
No voy a negar aquí que hago uso de varios trucos para eludir la obligación de saludar a mis vecinos. Lo paradójico es que al que sí estoy dispuesta a saludar utiliza estos trucos conmigo —”constante adoro a quien mi amor maltrata”—, y he disfrutado en demasía cuando no le queda de otra más que cruzar alguna frase conmigo. Es grato, me da orgullo, qué más podría ser —no estoy aquí para mentir. Y es que, pese a todo, para lo bueno y lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la traición y la fidelidad, y hasta que la muerte nos separe, no nos queda de otra más que soportarnos como congéneres.
Debido a la dependencia alimentaria que sin ninguna beligerancia de mi parte me domina, constantemente tengo que salir a comprar víveres y demás alimentos procesados —algunos, tampoco lo voy a negar, con las cuatro etiquetas negras octagonales de la muerte— a los supermercados, al tianguis de los jueves, así como a la tiendita de la esquina. En esta última es inevitable encontrar a esos vecinos que con toda clase de artimañas evito saludar. Es entonces cuando hago uso —y ellos a su vez lo hacen— de ese bagaje indeseable, pero útil, de frases hechas; de saludos huecos; de falsas empatías e interés hipócrita en asuntos vanos, pero también en los trascendentes. Así como de lo que siempre rellenará los huecos en esas small talks, cómo se nombran en inglés a esos penosos intercambios de incomodidades: hablar del clima.
El día que la señora R. de la tiendita más cercana me contó los coloridos pleitos con su cuñado y que “le valía un pepino ser la mala del cuento” ante la familia de su marido, para terminar con la confesión de que su marido “no la atendía”, cambié de tienda. No me importa tener que caminar un par de cuadras más. Y no es que no me haya gustado su plática —a estas alturas no voy a comenzar a mentir— o que me haya molestado llegar a casa con las cebollas cuando ya no se necesitaban, sino que estoy segura de que espera alguna confesión de mi parte en reciprocidad.
Hace un par de semanas de eso y, aunque me niego a hacerlo, debo confesar que la extraño un poco. En la otra tienda no me guardan los paquetes de tostadas que no se han quebrado, ni los aguacates para rebanar de inmediato, ni los bolillos más doraditos. El problema es que ahora temo los reproches de la señora R., y no tengo ganas de mentirle o más bien de pensar en una historia creíble sobre mi ausencia. Sabrá si le miento, creo que sabe demasiado: ella es la única vecina de toda la colonia que me llama por mi nombre, sabe cuántos años tengo, el nombre de mi marido, de mis hijas, de mis cuatro animalitos; así como un tanto de nuestra dinámica familiar. Me ha dado coditos de sus mejores plantas y un día hasta destapó una coquita para que me la tomara de camino.
A sabiendas de que tengo carácter de patán, debí retirarme antes de que nuestra relación creciera. En cambio la dejé avanzar por pura conveniencia sin la intención de corresponderle. Huí ante la primera muestra de confianza y ahora ya no sé cómo volver. A veces uno se convierte en lo que más odia. ¿Seré la peor vecina del mundo?