
Para Diana Espinosa, que espero que disfrute estas entregas como chopear el pan.
En las entregas anteriores traté de explicar la forma en que se articuló un discurso común a la nación desde la crónica periodística, cuyo objetivo fue tratar de unificar a un país severamente dividido, en el que se ponía en tela de juicio la idea de una nación como un conjunto de prácticas culturales comunes a los ciudadanos. Aun cuando las “máximas” expresiones de la cultura nacional se encontraron en la literatura, la historia y la pintura, hubo otras áreas que también buscaron integrar al discurso unificador, como la cocina.
Esta, como práctica social, ha sido un área estudiada principalmente por antropólogos e historiadores, cuyas investigaciones han abierto un campo de trabajo que crece cada vez más. Por lo mismo, las siguientes entregas abordarán sólo un producto de la cocina “mexicana” del siglo XIX: el pan. Se observará cómo un eslabón básico de la alimentación española pasó a conformar el imaginario culinario de los mexicanos, todo en aras de un mismo discurso integrador.
Un alimento medieval al alcance de todos
El trigo ha sido la base de la alimentación europea desde la época de los romanos. Dicho cultivo se incentivó a lo largo del imperio; algunas de las variedades de trigo de las que se tiene registro son el far, hordum, centeno, millo y avena. El trigo, junto al vino y el aceite de oliva, formaron parte importante de la dieta básica de los territorios que circundaban el mar Mediterráneo, como la Galia, actual Francia, la península itálica e Hispania, correspondiente al territorio español contemporáneo. Este último es en el que se fijará la atención de este apartado.
Los investigadores e investigadoras que han dedicado parte de su carrera a analizar el tema coinciden en que es incorrecto utilizar el término “cocina española” para referirse a los platillos que se consumían en la península durante la época de los romanos y en la Edad Media, pues aún no existía una nación española como la conocemos hoy, sino que había una diversidad étnica en la que las partes componentes no se identificaban entre ellas como una unidad. De esa forma, había cocina cristiana, judía y musulmana, por dar algunos ejemplos; a lo mejor hubo mixturas entre algunos grupos, pero aun así es complejo hablar de una uniformidad culinaria.
Durante la Edad Media el pan era considerado un alimento característico de los estratos sociales bajos, ya que el cultivo extensivo de trigo permitió su accesibilidad. Del pan y el trigo derivaron otros alimentos, como las migas de pastor, el gofio canario y la horchata. Tras la invasión árabe en el siglo VIII la cocina de la península se nutrió de especias y técnicas de preparación de alimentos, como la cocina en hornillos, el azafrán, el tomillo, la miel, la pimienta, entre otras. La principal aportación de los árabes a la manufactura del pan fue la realización de hornos hechos de materiales más resistentes que permitieron un mejor pan, así como la introducción de distintos tipos de pan .
Del mismo modo, la dinámica para comer el pan era muy diferente a la que se tiene hoy. Aunque suene obvio, en las clases bajas de la España medieval no existía algo parecido al desayuno, por lo que sólo había dos comidas al día; sin embargo, aquel que se atrevía a comer algo después de levantarse era considerado débil. El resto de las comidas no eran tan sustanciosas, ya que sólo había pan y vino, a veces acompañados por chícharos, tocino y algunos embutidos de cerdo. Cabe resaltar que esta dieta era característica de las familias populares cristianas, ya que para los musulmanes y judíos el cerdo, así como otros hábitos de los cristianos, estaban proscritos por los libros sagrados de dichas religiones.
El pan-americano

Esta cultura culinaria se exportó a América con la conquista de los territorios indígenas. De acuerdo con testimonios de la expedición de Hernán Cortés, los hombres del extremeño acompañaron parte de su viaje con bizcochos y “galletas de mar”. Ya que en América no había plantas o alimentos similares al pan al que los españoles estaban acostumbrados, rápidamente iniciaron el cultivo extensivo de trigo en el Valle de México, así como de molinos, que hacían las veces de lo que hoy son las panaderías. El trigo se extendió hasta Puebla y la zona del Bajío, que llegó a ser considerada el “granero” de la Nueva España. El cereal se cultivaba en los meses del otoño y el invierno, mientras que en la primavera aprovechaban para sembrar maíz.
Fray Bernardino de Sahagún cuenta en su Historia General de las cosas de la Nueva España que en el territorio precolombino había equivalentes al pan, como los tamales de pescado, ranas y gallinas (cabe resaltar que en América no había gallinas, pero a lo mejor el cronista no pudo identificar el ave en cuestión y relacionó su forma con la de una gallina). A su vez, identifica a una pequeña cadena de personas que hacen posible la venta y realización de pan: panadero, vendedor de harina y labrador de trigo. De acuerdo con el monje franciscano, el pan debía ser “blanco, bien cocido, tostado y a las veces quemado o moreno”; a vez, la harina correcta para hacerlo debía ser “harina de Castilla, [que deber ser] blanca como la nieve”; incluso, algunos vendedores y panaderos rebajaban la harina de trigo con la de maíz, que era de menor calidad.
Aun cuando en el territorio prehispánico no había un alimento parecido al pan, los españoles relacionaron a las tortillas como un símil. Este elemento fungió como un rasgo más de la relación de subordinación entre los españoles y los indígenas, al grado de denominar a las tortillas como “pan de indios”; lo prehispánico era considerado lo inferior, y su alimentación no fue la excepción. A partir de aquí se puede ver que un alimento modeló la relación entre dos sectores de la sociedad novohispana (aunque no fue el principal, por supuesto). En la próxima entrega se verá un poco más a detalle esta relación en el siglo XVIII, marcada por el consumo de un producto en específico, como lo es el pan, y cómo se empezaron a planear los primeros discursos culinarios nacionalistas tras la Independencia, donde el pan no estuvo exento de quedarse a endurecerse en las charolas de las discusiones sobre qué debía componer a la nueva nación.