
REFLEXIONES APÁTRIDAS
Quién sabe si será la época del año, el tránsito de los astros o es que simplemente ya tengo cierta edad, pero llevo varias semanas pensando en mi primer novio. En diversas pláticas, presenciales y virtuales, lo he traído a la mesa. Ha sucedido con la sorpresa de cuando se saca una carta del tarot que ilumina la tirada. Sabe si será porque fue su cumpleaños hace dos meses o porque a estas edades las memorias comienzan a asaltarme mientras riego las plantas o pico los jitomates. Su recuerdo ha aparecido vibrante y dulce.
Decir que alguien es nuestro “ex” es una acto de poder que me niego a ejercer. Siempre le he llamado “Mario mi Mario”, más por añoranza que por apropiación. De cualquier forma los recuerdos son quizá lo único que en verdad nos pertenece, así que podemos nombrar el pasado como mejor nos convenga.
Dice la ciencia que la memoria no es de fiar, que recordar es más parecido a inventar que revisar un archivo fiable. Es muy posible que todos nuestros recuerdos no son más que reconstrucciones. Que al paso del tiempo los hemos transformado a tal grado que ya son otros; somos otros. Solamente nos contamos lo que queremos escuchar.
Incluso mis hijas saben quién es ese mítico “Mario mi Mario”. En la sobremesa de hace unos días una de las gemelas me preguntó por qué no seguimos siendo novios. Me quedé pensando, acaricié las barbas del mantel de la mesa con la insistencia con la que mi memoria rebuscaba una respuesta. “Cambiamos”, fue todo lo que atiné a decirle. Y aquello sonó como un epitafio encriptado, incluso para mí. Adiviné que la respuesta había sido insuficiente y vi en la mirada de la otra gemela cómo nacía una pregunta. Me dejó desarmada, ¿cómo se le explica a una niña que el cariño por las personas sí es finito? ¿Cómo se le explica la sed a alguien que nunca la ha sentido?
“Cambiamos”. En la soledad del café de esa tarde repasé mi respuesta. Sé que como adulta de cierta edad podría encontrar una explicación más extensa, y quizá más interesante para una plática de sobremesa. Me rehusé; me dejé en paz. En parte porque esa respuesta es verdadera, pues de ser novios casi toda la preparatoria lo que nos separó fue que entré a la universidad y comencé a hacer otras cosas en donde ya no estaba ni quería estar él. En parte porque ¿con qué derecho me rebusco en la mente y me juzgo con la severidad de una adulta incomprensiva que ausculta el primer amor de una adolescente, aunque esa adolescente sea yo misma?
Mario mi Mario vive en mi memoria de forma luminosa. Porque hay personas que son permanente sombra, a veces voraz, en nuestro recuerdo. Otras se sienten como puntas de metal al rojo vivo, otras ceniza frágil que un día, sin aviso, se disipan y las olvidamos. Pero Mario mi Mario no, permanece radiante, con su cabello largo y su barba, con sus ojos grandísimos y su sonrisa hermosa.
Casi siempre lo recuerdo de la misma forma. Es curioso como la memoria a veces se aferra a una sola imagen y de ahí se desprenden otras, como un epicentro de los recuerdos. La imagen que tengo de Mario es la del día que descubrí que me gustaba. Está en el patio de la prepa, me saluda de lejos, me pide que vaya. No recuerdo qué me dijo, ni por qué me llamó, pero sí recuerdo que al acercarme me sentí por primera vez enamorada. Cuando llego me sonríe; el sol le da en el rostro, su cabello destella en dorado tanto como sus ojos —siempre me he enamorado de los de ojos claros, quién sabe por qué, o tal vez esta es la razón—.
De ese recuerdo se desprenden muchos otros que formamos durante los cinco años que fuimos novios. También recuerdo la última vez que lo vi, sin el brillo de sus ojos por mí, con unas ganas urgentes de irse. A esa estampa la procuro poco, y aunque ya no me duele verla, prefiero contarme la parte luminosa, que de todas formas fue la que más duró.
La condena del recuerdo del primer amor es que, en su envés o su revés, tiene inscrito el dolor de nuestro primer corazón roto.