
En un estado totalitario, la opinión de la gente no tiene importancia. El gobierno impone la suya, ya sea por medio de la propaganda, o por el uso de la fuerza.
Bajo tales conceptos se expresaba en 1993 el politólogo norteamericano Noam Chomsky al analizar el fenómeno de la manipulación mediática. En aquellos años parecía imposible concebir lo que acabamos de atestiguar: que un puñado de corporaciones tecnológicas hayan decidido, bajo sus propios esquemas normativos, silenciar al presidente del país más poderoso del mundo.
El destierro de Donald Trump del mundo de las redes sociales ha provocado todo tipo de reacciones a nivel mundial. Por un lado, quienes consideran que desde mucho antes se debió poner freno al discurso incendiario del magnate metido a político, o en otros casos, como fue el de algunos mandatarios como la alemana Ángela Merkel y el mexicano Andrés Manuel López Obrador, se ha cuestionado el recurrir a la censura de una figura pública tan importante en los ámbitos social y político.
El debate sobre la libertad de expresión en el mundo digital se vio acrecentado por el reciente anuncio efectuado por la aplicación de mensajería WhatsApp en torno a próximos cambios en su política de privacidad. Bajo el argumento de “mejorar la experiencia del usuario”, la empresa que fue adquirida en 2014 por Facebook en 20 mil millones de dólares anunció que a partir del 8 de febrero, la aplicación tendría acceso a la ubicación, estados, tiempos de conexión y contactos de los usuarios, buscando hacer más eficiente la conectividad del servicio. El anuncio provocó una ola de suspicacias sobre la capacidad de los operadores de la compañía para intervenir datos personales y conversaciones de sus usuarios, situación que provocó un nuevo anuncio este 15 de enero por parte de la compañía, aplazando por tiempo indefinido los cambios en su política de privacidad y reiterando la confiabilidad del sistema de encriptación de los mensajes.
Sin embargo el daño ya estaba hecho: en los últimos días se reportó un éxodo masivo de usuarios de WhatsApp a otras plataformas como Signal y Telegram, así como una campaña viral para conminar a los internautas de todo el mundo a desactivar sus cuentas de la Facebook, en señal de protesta contra lo que consideran un nuevo intento de las corporaciones tecnológicas por adueñarse de los datos personales de sus usuarios y mantener un monopolio sobre el debate público en las redes sociales.
Todo este caos nos lleva a preguntarnos ¿en qué momento las redes sociales tomaron tal relevancia? En menos de un lustro presenciamos el empoderamiento de Donald Trump como un furibundo usuario de Twitter, y su posterior caída al grado de ser algo así como una especie de paria del mundo digital. Si a ello agregamos el tácito acuerdo que de manera prácticamente unánime adoptaron las principales cadenas de comunicación y diarios norteamericanos en el sentido de vetar los discursos de Trump tras la violenta irrupción de sus seguidores al Capitolio el pasado 6 de enero, estaríamos concurriendo a un acontecimiento inédito: la virtual decapitación mediática de un líder político -que dicho sea de paso, logró obtener más de 70 millones de votos para su partido en los pasados comicios presidenciales-, operada desde las altas esferas de los medios masivos y la tecnología.
Sin embargo, no debe pasar desapercibido el hecho de que aún cuando gocen de altos niveles de aceptación popular, los líderes políticos están obligados a mantener su actuación y discurso dentro de los márgenes de la civilidad y la ética política. Y dicha responsabilidad se debe acrecentar cuando asumen espacios de representación o gobierno. Antes de reclamar para sí el derecho a la libre expresión, deben ser fieles garantes de que esa misma garantía sea extensiva para todos sus conciudadanos. Lamentablemente a muchos políticos les deja de agradar la crítica en el debate público en cuanto adquieren poder.
También vale la pena preguntarse: si las redes sociales han adquirido tal protagonismo en la vida pública, ¿a quién le corresponde regular su uso y acceso?
Se trata sin duda de un tema controversial, que tendría que ser llevado incluso a foros internacionales, ya que de nada sirve, por ejemplo, la supuesta libre circulación de contenidos en las redes si la tecnología permite ya la operación de mecanismos masivos de control y censura como en llamado Gran Cortafuegos de China (oficialmente denominado Proyecto Escudo Dorado) que ha permitido al Ministerio de Seguridad de dicha nación asiática mantener un control casi totalitario de los contenidos de internet dentro de sus limites territoriales desde 2003. Es un asunto que ha sido llevado incluso a tribunales internacionales, y que apenas ha redundado en el desbloqueo de algunos contenidos, como el caso de la BBC de Londres, que aún así enfrenta diversos filtros. Por ejemplo, la página web de la BBC en dicho país sólo puede ser consultada en un solo idioma: chino mandarín.
Una salida a este dilema podría representar la creación de canales o redes sociales alternativas, tal y como lo propuso el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, ante el hipotético caso de sufrir un veto en redes sociales como ocurrió con su homólogo y amigo Donald Trump. Sin embargo, ¿cómo enriquecer el debate público en foros donde la mayoría de los usuarios piensen o voten igual? ¿No representaría ésto una regresión en un mundo que supuestamente avanza a la globalización?
El debate en ésta materia aún está comenzando. Lo cierto es que durante la última década, los usuarios hemos ido confiriéndole, tal vez de manera inconsciente, cada vez más poder a las redes: ya no son solamente una herramienta de ocio y entretenimiento; ahora son fuentes de información (cierta o falsa), escenario de debate público y termómetro del estado de ánimo de la colectividad. El peso que han adquirido las redes en el mercado publicitario y en nuestros patrones y hábitos de consumo han alcanzado niveles exhorbitantes. A ello habría que agregar la connotación que el comercio y los servicios en línea han adquirido en los esfuerzos para mantener a flote la economía durante la crisis por la pandemia del COVID19. Vivimos y dependemos del mundo virtual, probablemente más de lo que desearíamos por propio albedrío.
Paradójicamente, vivimos en un mundo hipercomunicado, pero pobremente vinculado en lo social. Es más fácil que sepamos de la vida y milagros de “celebridades” de la internet a que desarrollemos conocimiento o empatía sobre los problemas de nuestra ciudad, comunidad o vecindario. Y por si fuera poco, enfrentamos la omnipresencia de los jerarcas de la tecnología y los capitales dictándonos qué temas nos debieran interesar y cuáles otros son dignos de veto.
El Gran Hermano crece día a día… ante nuestros propios ojos.