Foto Annie Spratt en Unsplash

El deseo de ser independiente me surgió en la adolescencia. En parte porque quería leer sin que nadie me interrumpiera, pero también porque estaba en mi periodo de Virginia Woolf. «Una habitación propia» me abrió un panorama fascinante. En ese entonces, ya sabía que quería ser escritora y pasaba un buen rato escribiendo cuentos (de dudosa calidad) y FanFics (de los que sigo orgullosa). Todas las series gringas de mujeres viviendo en costosos apartamentos o chicas que se mudaban a dormitorios universitarios también le añadió a la mezcla. En mi mente, tener un espacio propio era el principio de toda clase de aventuras.

Este año, se cumple una década desde que me escapé de casa de mis padres a otra ciudad. A veces, vuelvo a sacar la cuenta y me sorprende que el tiempo se me haya pasado tan rápido. Los días de comer sopas instantáneas la semana que tocaba pagar la renta ya quedaron atrás. Van cinco años desde que mi última roomie se fue a buscar su destino al otro lado del mundo y yo me quedé sola en el depa. Cuando ella todavía estaba conmigo, nos preguntaron más de una vez si no nos daba miedo vivir «solas». Claramente dos personas que cohabitan no están «solas». La idea machista de que si unas mujeres juntas viajan van «solas» si no están acompañadas de un hombre no sólo permea el ámbito público; también se reproduce al privado con bastante frecuencia.

La cultura en la que vivimos asume que la situación de vivienda de una, debe por fuerza ir ligada a la sentimental. En una ocasión, uno de mis profesores se enteró que vivía sola y me preguntó si «al menos tenía novio». Cuando le dije que sí, se dio por satisfecho, añadió que le habría parecido «trágico» que «una mujer tan agradable como yo» estuviera sola. ¿Le habría dicho eso a un alumno varón? Que no tenga compañeros de domicilio no me hace una mujer triste, solitaria o aislada del mundo. Me irrita que mi estilo de vida siempre se analice a través del filtro del amor romántico. Me regresa a lo que dijo Virginia de la forma en que se percibía (aún se percibe, de hecho) a las mujeres en la literatura: «Casadas contra su voluntad, encerradas en un cuarto, y con una sola tarea, ¿cómo podría el dramaturgo hacer de ellas una semblanza completa o interesante verídica? No quedaba otro intérprete que el amor.»

No es que haya nada malo en vivir en pareja, casarse o tener hijos. Es que no es el único camino. Si nos ceñimos al viejo «deber ser» nos perdemos todos los «podría ser». En México, y quizá buena parte del mundo, se espera que las mujeres encajemos en ciertos moldes estrictos: esposa, madre, cuidadora. Cuando una se sale de ellos, es como si sólo quedaran dos opciones: compadecerla o violentarla. Se nos convence, desde muy jóvenes, que nuestros planes de vida son negociables y deben adaptarse para que los otros puedan mantener los suyos. La percepción de una mujer que vive sola se ha distorsionado mucho en los medios, tanto que seguimos arrastrando el estigma de la solterona «quedada» y sin ninguna otra opción.

Para fines estadísticos, una persona que vive sola conforma un «hogar unipersonal». A menudo, los tecnicismos despersonalizan. Éste me parece la excepción: para un individuo es posible construir un hogar, con todo lo que eso implica. Me parece un concepto acertado cuando miro mis libreros, la cama extra reconvertida en sofá con la ayuda de muchos cojines y la cocina acomodada de modo que el pequeño espacio satisfaga todas mis necesidades.

En la encuesta intercensal del 2015, el INEGI registraba que de cada 100 hogares en México 89 son familiares. Los 11 restantes se dividen entre gente que cohabita, pero no tiene parentesco, y los que sólo tienen un residente. Las mujeres jóvenes conforman sólo el 3.2% de los hogares unipersonales. La poca prevalencia de esta forma de vida está relacionada a que la formación de familias, la crianza de hijos y el cuidado de adultos mayores todavía recae, principalmente, en las mujeres. Entre las que conforman ese diminuto grupo el 89% es soltera y el 93% sin hijos. Curiosamente, el mayor grupo de personas en hogares unipersonales lo conforman las mujeres que ya no son cuidadoras: más de la mitad son viudas y mayores de 60 años con el «nido vacío». Otro 15% corresponde a las separadas o divorciadas.

Una de mis maestras de la infancia, que luego se volvió mi amiga, cuidó de su madre hasta su fallecimiento. A pesar de la gran diferencia de edad, cuando su hogar se volvió unipersonal yo ya pasaba bastante tiempo ahí: ayudándola con las clases de inglés (que daba en un aula adjunta a su casa), poniéndola al tanto de las reparaciones que necesitaba su computadora o platicando. Vivir sola no es estar solitaria, implica crear redes de apoyo. Algo a lo que las mujeres estamos acostumbradas porque vivimos en un sistema patriarcal que nos obliga a estar todo el tiempo protegiéndonos y cuidándonos. Pienso en mi abuela que, ahora en su viudez, puede (con cubreboca y sana distancia) darse una vuelta por su barrio de toda la vida y platicar con sus conocidos para sentirse acompañada. Cuenta con mi prima que vive en el anexo de la casa; dos pequeños espacios unipersonales que se rozan cuando es necesario. También con las visitas frecuentes de mi mamá, mi hermana y mi tía.  El apoyo está ahí: en las relaciones que construimos.

Tanto abuela como mi maestra me hacen pensar en la vejez y todas las respuestas que no tengo: ¿Quién nos cuida cuando nosotras ya no podemos cuidar?  Ambas coinciden en algo: una tiene que empezar por sí misma. Asegurarse que entre la buena alimentación, el ejercicio y la lucidez mental envejecerá de la forma más saludable posible. Vivir sola te da espacio para no hacer nada que no quieras. No hay diferencia si lavas los platos en la noche o la mañana siguiente, si no tiendes la cama. Virginia Woolf decía que las mujeres escritoras tienen la obligación de «matar al ángel doméstico». Añado que, cuando matamos el estereotipo idealizado, queda la adulta que logra ser funcional bajo sus propios términos.

La pandemia de Covid19 se las arregló para casi borrar todas las ventajas de vivir sola e incrementar las desventajas. Las investigaciones del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) concluyen que en América Latina son los jóvenes y adultos de mediana edad (entre 20 y 50 años) los que más mueren por la enfermedad; no los adultos mayores. Las condiciones dispares de acceso a la salud hacen que un paciente latino en sus 40 tenga las mismas posibilidades de morir que uno mayor de 60 en un país rico. De pronto, un estilo de vida basado en las redes de apoyo se volvió cada vez más complejo. Sí, la falta de compañía pega, sin importar lo independientes que seamos, la comunidad es necesaria para una vida plena. La plaga puso a muchas mujeres dentro de la estadística de golpe: por viudez o separación. El miedo a enfermar solas, la complicación de conseguir víveres y otras logísticas cotidianas se dificultan de repente.

Pre pandemia, cuando tenía que ir a la oficina en vez de trabajar en casa, había momentos específicos en los cuales el mundo no estaba hecho para solteros que viven solos. Por ejemplo, cuando se te acaba el gas entre semana y el servicio de entrega de tanques se empalma con tu horario de trabajo. Días de bañarse a jicarazos de agua que calientas en una cubeta con una resistencia eléctrica. Están también los infaltables implementos de seguridad: el bate de beisbol a la mano y las chapas más seguras que el mercado puede ofrecer. Los maridos imaginarios si tienes que llamar a un técnico para una compostura: mejor que no sepan que en este depa vive una mujer sola. El mundo, ya sea público o doméstico no está pensado para las mujeres, pero nosotras nos aferramos a nuestro derecho de reclamarlo en cada caminata o pequeña reparación doméstica. En todos los espacios posibles.  

Comprendo lo privilegiada que soy al poder mantener este estilo de vida. Que los momentos de confort hogareño (como cantar en la ducha sin tener que preocuparme o desvelarme leyendo en la cama sin que la luz moleste a nadie) van de la mano con los terribles (como el día que se metieron a robarme y me tomó meses de terapia volver a sentirme segura). Y, aunque no poseo una conclusión definitiva sobre mi experiencia como mujer que vive sola, me hace feliz tener un espacio propio para contener mi vida. Construir un hogar, solos o acompañados, no es poca cosa.

Por Edna Montes

Escritora, periodista, podcaster, friki irredenta, adorkable y somm con la pluma tan filosa como la espada. Bruja. Practical Occultist & Professional Descendant

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