Foto Eli Eshaghi en Unsplash

Soy una especista de mierda. Me enteré de esto en una ocasión que fui a desayunar a una colectiva vegana. La verdad es que antes que ofenderme me sorprendí, más que nada porque era la primera vez que escuchaba aquel término y además nunca había cuestionado mi omnivorismo. Una de las chicas que atendían el desayunador expresó, luego de que le dije que los guisados estaban riquísimos, que le daba mucho gusto saber eso y remató: “Pero la gente no entiende que se puede comer sin poner crueldad en sus platos, ¡especistas de mierda!

Aquella chica consignó con odio en sus ojos mientras blandía un cucharón. Sus demás compañeros se rieron y mi amiga vegana que me invitó al desayunador me miró con cautela. Como dije, no me ofendí, aunque sí me sentí fuera de lugar al pedir un taco más de chicharrón de gluten, pero es que ante una hilera de guisos deliciosos el amor propio es laxo, lo sabemos todos.

Mi amiga me despidió con cierta pena, pero no reparé mucho en eso porque toda mi atención estaba puesta ante la maravilla de postre que me estaba devorando: panna cotta vegana. Después de todo, ante las ofensas siempre tenemos la opción de aceptarlas o dejarlas pasar. Decidí lo último, no iba a dejar que un comentario entusiasta me arruinara la experiencia. 

Además, aquella chica de la consigna tiene razón en lo que dice, no así en su absolutismo. La comida de origen animal no puede seguir siendo crueldad luego de los procesos que lo acompañan hasta llegar a ser un plato humeante de nuestro guiso favorito en la casa de nuestra madre, o cuando hacemos un platillo con el afán de complacer a los nuestros, por ejemplo. Pero bueno, quizá estas posturas son clásicas de una especista de mierda.

En casa de mi abuela paterna era común la crianza de cerdos. A mí y a mis primos nos gustaba darles pastura y alfalfa, y ver cómo los cerdos eran capaces de desaparecer toda aquella comida en un santiamén. Los veíamos crecer, nos reíamos de su pereza y de sus gorduras, y también los veíamos morir. Nuestras madres nos tenían prohibido ver cuando los mataban, por lo que siempre estábamos en primera fila los días de matanza, amparados por los permisivos tíos de la familia. 

En realidad era una faena difícil de ver, y ahora que lo pienso no es propia para niños de edades de apenas un dígito. Pero en esos años en los que todo en la vida es sorpresa y nuestro universo entero el núcleo familiar, aquello era normal. Eso sí, era un evento especial, pues tenía lugar muy de vez en cuando: navidad, año nuevo, días de la madre y en los cumpleaños de la abuela. Eran días de fiesta, de pasar el día entero con los primos, de música, de comida interminable, de, como casi nunca, ver sonreír a la abuela con soltura, de ir a los mandados a la tienda y recibir propinas jugosas de tíos de ojos chispeantes de fiesta y alcohol. 

Cuando veíamos morir a los cerdos siempre me sorprendía cuando la vida salía de sus ojos. De un momento a otro su mirada desaparecía aunque los ojos quedaban abiertos. La vida es un asunto frágil y poderoso. Solo cuando esto ocurría los tíos comenzaban a destazar al animal. Le quitaban la piel, lo dividían en muchas partes mientras platicaban y reían con sus cuchillos y sus mandiles ensangrentados. Prendían el cazo y comenzaba la retahíla de platillos: moronga, tripitas, carnitas, y más tarde, don pozole. 

No solo en casa de mi abuela paterna había aquellas costumbres. Mi abuelo materno, papá Balta, se dedicaba a hacer carnitas y chorizo que vendía en un mercado municipal. Casi nunca criaba animales, pero sí llegaba con enormes partes de ellos por las tardes. Los cargaba en la espalda mientras atravesaba el comedor y la sala hasta su taller al fondo de la casa. Ahí partía aquellos monitos con la precisión de un cirujano. Tenía cuchillos para deshuesar, para filetear, para partir. Uno de mis recuerdos más nítidos de él es afilando el cuchillo con la chaira y comenzar a partir la carne. De fondo se escucha la radio y el sonido borboteante del cazo. 

La casa de mi abuela materna siempre olía a comida, también en la de mi otra abuela, —¿las casas de las abuelas todas siempre huelen así?—. 

Otro recuerdo glorioso de mi papá Balta es el de cuando nos llamaba a los nietos que anduviéramos corriendo por allí y nos decía que lleváramos un tenedor. Aquello significaba que nos daría un pedacito de carnitas recién hechas. Las más ricas que jamás he probado y las que ya nunca jamás volveré a comer. Don Balta no fue una persona cariñosa en el sentido más prosaico, con seguridad porque él careció de todo eso, por eso creo que sus muestras de afecto eran doblemente valiosas, y esa era una de ellas. 

Muchos viernes por la noche don Balta convidaba a su familión a un banquete de carnitas. Una tía llevaba frijoles, otra tortillas, otra salsas de distintos colores. Mi abuelo, además, nos mandaba comprar a mí y a mis primos docenas de cocas frías. Aquellos días eran el inicio de fines de semana llenos de juegos y comidas sabrosas. Paradójicamente, en la sobremesa de esos festines, se planeaban ceviches para el sábado o menudo para el domingo tempranito, y muchas cosas más, la imaginación de todos aquellos cocineros era —y sigue siendo— prodigiosa. 

A no ser por la época de mis primeros años, que mi madre recuerda con amargura porque sufrió la maldición de tener una hija maltragada, puedo decir que siempre he amado la comida en todas sus expresiones. Carezco casi de cualquier principio que me impida comer algo o probar cosas nuevas, inventos o versiones de un mismo platillo. Digo casi porque hay algunas cosas simplemente no me gustan, como las habas y el licuado de plátano. Esas son mis preferencias, y si no le gustan, tengo otras. 

Puedo presumir de no tener esa fea costumbre de ponerle horario a los platillos. Como ese sinsentido de que el menudo solo es para desayunar o que los tamales solo son para cenar. Si hiciera caso a esas injurias y creyera que el pozole solo es para cenar, por ejemplo, ¿no volvería a tener esos gloriosos de pozole batido —¡sin caldo, los dioses no lo permitan!— en el tianguis de Pátzcuaro? Hay ideas terribles que no deben ser repetidas.

Es cierto que en la maquinaria alimentaria se aceitan engranajes que reducen a los animales a meros objetos de consumo y se empaquetan al vacío en cortes homogéneos. Sí, son muy tristes y en verdad vergonzosas la gran mayoría de las prácticas que hacen posibles nuestros platillos, pero lo cierto es que no solo sucede con los alimentos de origen animal. 

Y es que, sin duda alguna, los humanos somos una jodida plaga. En eso podríamos estar de acuerdo todos y dejar de inspeccionar los platos ajenos. En cambio podríamos atender nuestras propias luchas, respetar nuestros principios, contextos o nuestros vulgares antojos. La pestilente superioridad moral de cualquiera no es educativa aunque moralice con la verdad. Pero claro, yo qué, yo solo soy una especista de mierda.

Por Vonne Lara

Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Mamá cósmica.

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