Foto: Gabby Orcutt en Unsplash


Por: No Hilda

En la imagen más nítida que tengo de mi padre él se está cortando las uñas de los pies. Los domingos por la mañana, antes de la tortuosa obligación de ir a misa, mis padres acostumbraban bañarse y acicalarse. Como dice Cortázar, disfrazarse de otros que no son. Se enredaban en la ropa más nueva para dar buena impresión a todos los que, como ellos, iban a la ceremonia católica más pendientes de las miradas juiciosas que del sermón. Ese rito de acicalamiento tenía como número principal, en el centro de la habitación iluminada por el sol de las ocho de la mañana, un señor de cuarenta años en ropa interior, retorcido como alambre en andamio de albañil soltando resoplidos y maldiciones inentendibles ante su uña más pequeña. Era todo un espectáculo para la niña de ocho años que lo espiaba desde la puerta. Una curiosidad mezclada con angustia y satisfacción selló esa imagen en mi memoria.

Desde entonces, siempre me ha causado gracia las formas que adopta el cuerpo cuando nos condensamos en una masa apiñonada y somos uno con el cortauñas. Ninguna otra herramienta al servicio del hombre nos pone en tan mortificada postura. Ni los broches traseros en los vestidos, ni limpiar lugares inalcanzables, ni cambiar llantas. El cortarse las uñas es un acto vulnerable. La cara que hacía mi padre nunca se la he visto en otra situación. A él, que se presume como un hombre inquebrantable, recio, estable y severo, se le caía la imagen de todopoderoso al inclinarse y elevar su quinto y más pequeño dedo, su cara se arrugaba pidiendo piedad, sus manos se tensaban y se retorcían tratando de llegar a ese lugar inalcanzable de su gran cuerpo. Tratando de no ser descubierta, me saciaba de superioridad a la vez que de temor, ¿podría protegerme ese gigante, si no alcanza su propia uña?

Con la concentración de un erudito, cortarnos las uñas parece ser la meditación más solemne que logra acercar los extremos de nuestros cuerpos. La cara casi atrapada entre las piernas logrando mágicamente el roce del arriba con el abajo: uróboros el domingo por la mañana.
Cortarnos partes de nosotros nunca será tan engorroso. Podarnos a nosotros mismos es la metáfora más asequible para darnos cuenta de que debemos limitarnos. A nadie nos gusta hacerlo hasta que esa libertad expansiva nos incomoda. Cortar la uña larga que rasga el calcetín es tan satisfactorio como darle el primer trago a una cerveza o tirarse a dormir después de un día cansado. Los resoplidos de victoria al admirar la uña cortada y presumirla lo demuestran.

Después de su triunfo, con un solo movimiento, mi padre tomaba del suelo su camiseta sucia y se volvía a acomodar la cara tras secarse el sudor. Héroe. Se ponía la camisa, el pantalón y aprisionaba a su contrincante dentro de unos zapatos Flexi.

Terminada la función me escabullía hasta mi cuarto y me cambiaba rápidamente para no hacer enojar al gigante recién victorioso que, de un momento a otro, volvía a ganar altura, a ser inquebrantable, a imponerse por sobre todo, por lo menos hasta las próximas dos semanas cuando volvería a presenciar aquel interesantísimo drama del gigante contra su uña.

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