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Martes después del puente de marzo de 2020: Los jefes nos avisaron que recogiéramos todo lo necesario al final de la jornada para empezar a trabajar desde casa. El recuerdo me golpeó mientras organizaba mi calendario de pendientes.  Ya pasó un año. A pesar de los vaivenes de los semáforos y el botón de emergencia en Jalisco yo mantengo un encierro más o menos estricto; cortesía del asma y las crisis alérgicas. El encierro es, sin duda, un gran privilegio en un México donde ganarse la vida con un solo ingreso implica una serie de malabares. No estoy por la labor de quejarme, pero extraño muchísimo salir. Más de lo que alguien tan huraña e introvertida como yo se siente cómoda de admitir. Echo de menos las chelas con mis amigos, me pesa saber que ninguno de mis últimos 365 días ha transcurrido en un concierto o el cine.

Haber escapado al contagio no es, por completo, algo que podamos atribuir a las precauciones. A estas alturas estoy convencida de que también hay una buena parte de suerte involucrada en la ecuación. Estoy mucho más asustada de contraer la enfermedad que mis vecinos los fiesteros, eso es seguro. Quizá porque he notado la ruleta rusa del COVID en todo su esplendor: vi a una mujer en sus 80 llena de comorbilidades recuperarse como si nada, mientras que amigos míos en sus 30 no lo consiguieron. Con la campaña de vacunación en marcha, la salida se ve cada vez más cerca. No obstante, mi mente ansiosa ya encontró una nueva preocupación: cómo será el mundo que nos espera más allá de la pandemia.

Al inicio de la crisis, las mujeres en América Latina tenían un 44% más de posibilidades de perder su empleo que los hombres. Mientras las economías se reactivan gradualmente, el 21% no ha logrado reincorporarse a la fuerza laboral. Los estimados del Banco Mundial añaden que los factores asociados con la resiliencia a la pérdida del empleo difieren entre hombres y mujeres: tener en casa a menores de edad escolar influye en la facilidad con la que ellas pierden su empleo.  También disminuye su capacidad de reincorporarse. Es un hecho que el COVID-19 agudizó la brecha de género en una región donde ya era grande de por sí. Se necesitan acciones específicas con perspectiva de género para solucionar esto, pero me cuesta creer que los gobiernos lo hagan. Complementar los estudios del Banco Mundial con las del CEPAL añade un poco de ironía. Nos recuerda que el rol de cuidadoras, tradicionalmente asignado a las mujeres, contribuye a que el 73.2% de las personas empleadas en el sector de la salud en Latinoamérica sean mujeres.

En casa o en los hospitales se exige a las mujeres ser la primera línea de defensa: cuidando a los contagiados, apoyando en las clases de los niños y, en 33 de cada 100 hogares, fungen además como jefas de familia. Son ellas las que no siempre pueden darse el lujo de «quedarse en casa» para evitar el contagio y, cuando pueden hacerlo, siguen enfrentándose a las dobles jornadas que se han vuelto más exigentes.

Quedarse en casa puede alejar a las mujeres del COVID-19, no de la violencia. Nuestra sociedad, a menudo, perpetúa las imágenes de desconocidos que arrastran a su víctima a un callejón oscuro. Las cifras, por otro lado, indican que la mayoría de las veces el agresor está en casa: tan sólo en abril de 2020, la Red Nacional de Refugios recibió un promedio de 143 llamadas de auxilio por hora. De marzo a abril de 2020, los asesinatos de mujeres aumentaron en un 2%. En añadidura, los registros de marzo del año pasado representan la mayor tasa de apertura de investigaciones penales por violencia familiar a nivel nacional desde en 2015.

Me angustian las condiciones en las que las mujeres sobreviviremos a la pandemia. No extraño revisar que llevo mis artefactos de defensa personal antes de salir de casa, ni los segundos tensos de compartir mi ubicación en tiempo real cuando me subo a un taxi o carro de plataforma. Mis manos están mejor sin las llaves entre los dedos durante el camino de la parada del autobús a mi casa. Recuerdo a las compañeras que sí salieron a marchar el pasado 8 de marzo: el video de «La Reinota» todavía me pone la piel de gallina, aunque perdí la cuenta de las veces que lo he visto. La resistencia tiene un sabor agridulce porque es perenne. Sea cual sea el mundo que nos espera terminando la pandemia, las mujeres no podemos dar ni un paso atrás cuando se trata de manteros a salvo. No pararemos de querernos vivas y seguras hasta que sea una realidad para todas, tanto en la casa como en las calles.

Por Edna Montes

Escritora, periodista, podcaster, friki irredenta, adorkable y somm con la pluma tan filosa como la espada. Bruja. Practical Occultist & Professional Descendant

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