Los caminos de la procrastinación son insondables. Hace apenas algunas semanas, mientras evitaba cumplir con mis responsabilidades, me encontré en el tuiter una publicación que arponeó directo en mi orgullito: una tuitera académica se burlaba de la proliferación pandémica de los conversatorios; pero lo que le hacía cosquillas a nuestra académica no era lo que se hacía dentro de ellos, sino el palabro ‘conversatorio’, que rompe con las formas, con lo que debe ser dicho. “Conversatorios, clamaba ella con cierta desesperación, dejen de decir conversatorios”.

Y si hubiera hecho lo que acostumbro, dejar pasar ciertos aires sin reconvertirlos en dióxido de carbono, me habría evitado el intenso ardor de cola cuando descubrí, en uno de los comentarios de la publicación, la queja de otro aferrado raeísta sobre el uso del vocablo ´laboratorio’ en lugar de ‘taller’. Y es que, etimologías aparte, a mi colega Vonne Lara y a este que rechina los dientes, se nos ocurrió transformar los habituales talleres de escritura en laboratorios, a propósito de un razonamiento simple: experimentar con la escritura de los asistentes en contextos controlados y seguros. Lo que te es un laboratorio.

Y razones hay más; sin embargo, mi cola es proclive al ardor sin mediar consideraciones, argumentos o reflexiones. Podría acudir al Cratilo platónico para sustentar una postura ontológica del lenguaje, a la metáfora viva de Ricoeur, a la ciencia del lenguaje y el arte del estilo de Martín Alonso o a mis sublevadas ganas de decirle como se me antoja a lo que hago y ver si cuela con algunos que otros. Lo cierto es que un par de tuits quejosos me subieron el pulso y me interpelaron así nomás, sin diálogo ni consenso. Quizá para la otra deba dejar de evadir mis responsabilidades o dejar pasar los lamentos de aquellos que se sienten legisladores del lenguaje. Los caminos de la procrastinación pueden conducir a ardores de cola insondables.

Por Antonio Reyes Pompeyo

hago lo que puedo

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