Foto por Siavash Ghanbari en Unsplash

POR: DALEYSI MOYA

Le grita a la niña que suelte la foto, que la va a estropear, suéltala, Ana, y se irrita mientras lo dice. Se para del sofá y con brusquedad arrebata la foto de las manos menudas y sudorosas de su única hija. Está tentada a darle un bofetón, pero trata de escurrirse del impulso de todos los días. Ana se halla a punto de llorar, ella está a punto de llorar. Como si quisiera adelantarse al llanto infantil y a todo lo que eso implica, rompe en su propio llanto, un llorar incontenible del que es completamente consciente y, mientras lo observa desde el graderío, ese llanto suyo, desmedido y absurdo, se vuelve un río espectacular del que bien podría compadecerse si no tuviera, de pronto, la mirada indescifrable de la niña clavada sobre su rostro. Voltea la cabeza entre sollozos y se tropieza con su imagen en el televisor apagado. Son más de las cuatro y los dibujos animados que la niña mira en las tardes ya terminaron por hoy. Una desazón rompe el llanto copioso del enojo, de nuevo se va a restaurar el horror de la tarde, el momento que termina siempre por comerse el día.   

Cierra los ojos un instante, piensa en el negro brilloso de la pantalla, en su imagen allí, llorando como una niña, una niña que no es su hija, desde luego; una imagen más desamparada, se dice. Abraza con fuerza a Ana, le pide disculpas, le acaricia el rostro y camina hacia el frío en busca de una cerveza. Se la toma de pie mientras detalla la foto engastada en dobleces y pliegues que la vuelven un artefacto extraño, un recuerdo de otro siglo. La foto es de Ana cuando tenía dos años. Todavía no entiende de dónde pudo nacerle una hija tan bella, con su nariz perfecta, y sus ojos casi bellos, aunque sabe que uno es más pequeño que el otro, pero igual, de cara al mundo ambos ojos hermosísimos son igual de negros, y con la boca semiabierta de gente feliz. En una esquina de la cartulina, su brazo, traficado de contrabando en la imagen limpia de la pequeña. No quiere reparar en eso, piensa angustiada en que Ana casi destruye la foto.

Desde la otra habitación escucha a su marido reírse como un imbécil. Parece una risa enloquecida que nada tiene que ver con la vida de esa familia. Por Dios, se dice, está perdido y no se da cuenta. Luego va a abrir la puerta y a preguntar si todo está bien, que por qué chillaba Ana, y que qué mierda significa esa cara suya. ¿Estás llorando de nuevo? ¿Ahora a santo de qué? ¿No sabes que se llora por cosas concretas, querida, no al aire? Así va a pasar, ya lo sabe. Intenta recostarse de nuevo en el sofá y meterse más hondo en su teléfono celular. Intenta estar ahí hasta que el peso muerto del día, que se apoya indolente en las primeras horas de la tarde, se acabe de aligerar de una vez. Que llegue la noche ya, mierda de tarde encapotada.

Ana corre de un extremo al otro del salón, como es habitual. Corre en silencio. Es un comportamiento de gente extraviada, se dice, ¿será autista?, ¿será feliz? Nunca sabe cómo manejar esa situación ni otras parecidas. Le han dicho por ahí que atienda a las necesidades de su hija, sin embargo, a menudo olvida que Ana es propiamente una hija, y que ella es una madre, al menos en el sentido en que pudo serlo, pongamos, su madre muerta hace tres años, o su abuela muerta hace doce, o su bisabuela, de la que nada sabe, salvo que fue una niña baracutey, joven yerbera, bruja de cabello largo. Y madre entregada, eso le han contado. La verdad es que no tiene inteligencia para interpretar roles por más intuitivos que estos parezcan, ¡cero inteligencia!, la memoria de la especie tiene una falla esencial en ella. Eso no quiere decir, por supuesto, que no quiera a Ana. A veces logra permanecer alerta, atenta a los detalles, inmersa en esa teatralidad que supone el no dejarse ir. Es como hablar una lengua muerta dentro de un sueño, piensa, al menor descuido la realidad se transforma en la realidad fuera del sueño y se restaura de vuelta su inoperatividad afectiva.  

El trote ligero de la niña, que en un primer momento le molesta, termina por volverse el tic tac inaudible sobre el que apoyar la tranquilidad simulada de esas horas, un ruido como otro cualquiera, que no destaca del que producen los carros al abalanzarse con fiereza sobre el viento atávico de las tardes de Guadalajara, o la música que su marido reproduce en la habitación contigua. La escucha y no la escucha, a la niña, correr y decirle mamá, atrápame, antes de retomar la carrera y volver a sumirse en el silencio. Ella también está en silencio, luego de llorar por nada, y de no entender las cosas del modo en que una madre debería: pensar permanentemente en la lengua muerta, olvidada, de los sueños, y saber que lo incomprensible es la columna vertebral de la realidad, de ciertas zonas de la realidad; hablar un idioma que no existe, a quién le importa, lo que cuenta es aguantar el golpe, lo físico de todo eso. Ocupar el espacio de la locura con la fibra menor del día a día, llenarlo con los detalles.  

El timbre del teléfono la despierta de la tarde. Bueno, dice tras intentar, inútilmente, reconocer el número que le llama.    

-Sí, bueno, señora, le habla Carlos del Monte, ¿cuánto le interesa la vida de su hija?

La pregunta le toma por sorpresa, se incorpora en el sofá y se empeña en interpretar este otro rol, el de la normalidad, sea lo que sea que eso quiera decir. Un algo en la tarde ensartando como en un collar de cuentas un segundo y otro segundo. Analiza, con la velocidad propia de los estados de urgencia, las opciones que tiene a la mano. El tiempo es una cuerda que se pliega hacia adentro en los días de espera, y es también el elástico infatigable del que tirar en los instantes definitorios. Puede colgar, naturalmente. Apagar el móvil, bloquear el número, olvidarse de las cosas. Pero eso, lo sabe, no cambia nada. La pregunta ha sido formulada, y yace como un sonido limpio, metálico, incorruptible, en el fondo de su cerebro de niña-madre. No se va a mover de lugar, nadie va a colgar el teléfono.              

-Oiga, señora, no me venga con chingaderas, esto es muy sencillo, ¿cuánto cree que vale la vida de su hija?

– ¿Quién es usted?, dice finalmente.

-Ya se lo he dicho antes, señora, aunque a estas alturas eso no importa, lo que importa es que tengo conmigo a su muchachita. Estaba en el lugar equivocado, su hija. Pero ese problema se resuelve, siempre que me pague lo que tiene pagar, claro, por la vida. Todo tiene un costo, señora, usted lo entiende perfectamente.     

Ella permanece sentada aguantando la respiración. La situación es ya una maquinaria rota incapacitada para la marcha atrás. A estas alturas, el inicio quedó en el camino, y la noche se precipita, de repente, como un pedrusco milenario sobre su cabeza.

-Señor, por favor, ¿qué es lo que quiere de mí?

De eso se trata, como tantas veces, de no saber cuánto tiene que dar y cuánto que fingir, y cuál es la medida del sentido común en todas las situaciones que vive desde que su hija nació.     

-Escúcheme bien, estese tranquila, ¿cuánto dinero tiene ahorita mismo ahí con usted?

Saca cuentas mentales de lo que lleva en su cartera, de lo que podría tener consigo su marido. Está haciendo un esfuerzo tremendo para fijar cifras, cifras capaces de esquivar el miedo y ser números precisos con los que negociar. La niña no ha parado de correr mientras ella habla por teléfono. Va de la puerta de la sala hasta la pared que linda con la cocina, se detiene un segundo, toma aire y reemprende la carrerita. Al pasar cerca de su madre la mira como si no la conociera, la madre de alguien más sentada en el sofá de su casa recitando números.

-No sabría decirle con precisión, pero creo llegar a unos dos mil pesos, señor. Por Dios, ¿cómo sé que mi hija está bien?

-No pos deje de jugar conmigo, ¿es ese el precio que le merece su hija? Hágala seria o le vuelo la cabeza a la chamaca. ¿Cuánto más puede juntar ahora mismo?   

Cuando Ana nació, el marido le abrió una cuenta de ahorros para sus estudios en la universidad. Ella siempre ha pensado que es absurdo tener un depósito de esa naturaleza, una cuenta a futuro, como si el futuro fuera algo hacia lo que caminar, un territorio que nos espera. Entre el día cero y los diecipico de años tercia una vida, lo entiende, y no es en la punta de la soga en donde esa vida puede enderezarse y cobrar peso, sino en el ahora que es comer, jugar, correr por la casa, llorar, hacer silencio. Esta llamada, sin ir más lejos, está siendo muy real. Pero su marido, ahí estúpido como lo sabe, dijo que aquello era lo que cualquier padre juicioso haría, y ella no pudo sino asentir, porque el tipo de madre que ella es no pisa nunca tierra firme, va tanteando a ciegas los modos y las respuestas, haciendo un esfuerzo por no despertar a la pesadilla de su torpeza. Y ahora resulta que esa cuenta de ahorros puede hacer la diferencia. Ha de haber acumulados sus buenos diez mil. Tiene un microsegundo de sosiego, y se dice que, ciertamente, nunca hasta hoy ha estado tan cerca de quedarse de este lado de los sueños, el lado de Ana, un sitio al que ha ido a parar, ¡mira qué cosas!, luego de haberse tropezado con todas las paredes. Y se siente sonreír desde afuera de su cuerpo, aunque la sonrisa semeje, para quien se asome de pronto, un gesto involuntario. O una mueca.

La voz del hombre la instala de vuelta en la noche árida de su apartamento, le grita, molesto, que no se le ocurra llamar a la policía, que aquí no se puede andar inventando. Te la mato, ¿estamos claros?, y más nunca la vas a encontrar entre tantísimo hueso de por ahí.

Cada palabra del hombre funciona como un estimulante de acción rápida. Disparo seco en el cielo de la boca. Está aterrorizada de saber lo que sabe. De tener las dos opciones más opuestas y claras que se le cruzaran jamás: derecha y la caga, izquierda y se salva. O al revés, da igual, el asunto está en quedarse en línea, conectada como quien dice, y acopiar todo el dinero que pueda. Hacer lo correcto por una vez. Trata de retener ese pensamiento, aunque no sepa con certeza cómo ponerlo en claro para desplegarlo más adelante, pieza a pieza, cuando todo haya sucedido y Ana esté definitivamente a salvo.

-Mire señor, deje ver cuánto más logro conseguir, deme un momento y enseguida le digo. Por favor, le imploro que no le haga nada a la niña, por Dios se lo imploro. Si usted tiene hijos sabrá de lo que le hablo-. Mientras pronuncia esto último, se pregunta, de la manera unánime en que se piensa y se dice sin contradicción, qué puede haber querido indicar la primera mujer que dijo esta frase.  

Abre de un portazo la habitación en la que su marido, ajeno al ajetreo del salón, sigue escuchando música, ahora con sus audífonos. Ambos están en el mismo espacio, pero no se encuentran. Dos rectas paralelas que tienden al infinito, y que cualquiera sospecharía que, a determinada altura, al fin se tocan. Y sin embargo no pasará nunca, del mismo modo en que antes nada externo pudo hacerlos coincidir en este ni en otros universos, no el matrimonio, desde luego, ni Ana que por unos meses fungió como promesa de bisagra y terminó siendo dolorosamente asintótica. Una niña casi autista en el reino del absurdo hurga en el basural de ambos padres, tira al suelo el cajón de la mugre y regresa a este otro lado con restos de suciedad. Ella cepilla los cabellos de su hija y enjuaga su rostro perfecto, sin embargo, la suciedad persiste en las cosas que no alcanza a lavar.        

Si el marido dejara de hacer lo que hace, si le preguntara que qué mierda pretende revolviendo entre sus gavetas y sus bolsillos, es muy probable que ella le escupiera un púdrete, o sigue en lo tuyo, anda, déjame en paz. Si el marido se quitara de los oídos ese par de audífonos blancos, un dispositivo perfecto para vaciarlo de las tardes tapatías y ese polvo amarillento de sitio que no existe más, si le dijera, con su habitual displicencia, ahora que paró el llanto le toca a la demencia, ¿verdad?, es posible, lo ve con claridad meridiana, que ella le respondiera, no quiero discutir, imbécil, no quiero hablar ahora contigo, no quiero hablar en general, de ser posible no quiero hablar nunca más. Si el marido le preguntara por Ana, si se incorporara de su silla para interrumpir la carrera ya enfermiza de la niña tras media hora de persistir en lo mismo, si le susurrara con su voz suave de padre que sabe por dónde coger cuando su hija más perdida se encuentra, tranquila, cariño, aquí está papá, aquí está papá y ahora todo irá mejor, vamos a detenernos por un rato, entonces ella se metería en la cama y olvidaría la llamada del hombre aquel que dice haber secuestrado a Ana.

Y nada de eso ocurre, no obstante. Le cruza por delante y hurga en el buró oscuro que compraran en Tonalá hace un par de meses. Páginas del banco, del servicio de electricidad, tarjetas sin estrenar de tiendas departamentales y seguros médicos. Todo vencido, lo más probable. Al final del cajón alcanza a ver la tarjeta de la cuenta de ahorros, franqueada por documentos de la empresa del marido. Casi logra sentirla palpitar entre tanto papel bueno para nada. Vaya, piensa, así luce el pinche puerco futuro de mierda, un plástico de Visa que no va a degradar en cientos de años. Agarra la cosa, mira a su marido permanecer con los ojos cerrados escuchando sabe Dios qué. Su rostro distendido es incapaz de remitir al hombre con el que se casó. Ella lo mira con detenimiento y extrañeza y no lo reconoce, él intuye su mirada a través de la fina membrana de sus párpados y sabe que no hay nada más que hacer. Ninguno de los dos dice una palabra y ella abandona la habitación a toda carrera con un portazo seco.

-Oiga, amiga, yo estoy por creer que usted se está burlando de mí. Y puede pasar que se quede con su lana y sin hija. Dígame, ya tiene una cifra decente para pagar por lo que le importa, digo, si la muchachita le importa algo. Si no, ya sabe, pelan las dos.  

-Sí señor, tengo diez mil pesos, fíjese que ahorita mismo se los puedo hacer llegar, sólo hay que sacarlos del cajero y depositarlos en su cuenta. No le haga nada a la niña. Le voy a pagar todo lo que su padre ha guardado para ella.

Le indican un número de cuenta y las señas necesarias para hacer el intercambio (apunte ahí, señora, a dónde irá a parar el dinero de la universidad de su hija). La cuenta es de BBVA y el depósito lo hará en el Oxxo de la esquina. Está asustada, pero sabe que ahora sí camina sobre tierra firme, un paso, dos, tres: cajero, Oxxo, Ana. La cosa va de cifras, números, realidad concreta y tangible. La maternidad como un trámite burocrático que ejecutar para llegar a lo que al final quiere llegar cualquier madre normal. ¡Era tan sencillo! Está feliz de un modo absurdo e indescifrable. Se detiene entre la puerta principal y la pared de la cocina, cortando el tránsito de la pequeña que no ha dejado de correr. Ana, amor mío, mamá tiene que salir, regresa muy pronto, eso sí, en par de horas a lo sumo. Vuelvo Ana, soy tu madre, ¿no? La hija mira con fastidio en dirección al cuarto y se mantiene callada a la espera de que su madre se aparte de la ruta de escape. Ella aguza el oído y escucha a través de la respiración infantil los matices de blanco que componen el silencio de la piel hacia adentro. Hay niveles ahí, algunos abismales e imposibles de sostener. Mete un poco el dedo en la oscuridad de esas horas y hurga entre tantísima soledad.   

Suelta a la niña bruscamente y se abalanza a la puerta de salida. Ya en el umbral recuerda la foto, da vuelta sobre sus pasos y, sin interrumpir la carrera de la pequeña, se llega hasta el comedor. Toma la cartulina maltrecha de encima de la mesa y la aprieta con demasiada vehemencia antes de meterla en uno de los bolsillos delanteros del pantalón. ¡Qué magníficas eran las tardes cuando Ana, con apenas dos años, la miraba con fijeza de ojos negros! Sale a la calle y camina par de cuadras. Antes de entrar al cajero se persigna tres veces.


Daleysi Moya, La Habana, Cuba, 1985. Licenciada y Máster en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Curadora y crítica de arte. Ha colaborado con revistas de artes visuales como La Gaceta, Arte Cubano, Art OnCuba, C de Cuba, Arte al Límite, así también con publicaciones digitales: El Estornudo, Artistshock, El Señor Corchea, entre otras. Varios de sus ensayos han sido incluidos en catálogos y libros de artistas, así como en compilaciones sobre arte cubano. En el año 2015 obtuvo mención en la categoría Reseña del Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros, en La Habana, Cuba.

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