
(Parte II)
Mari no sabía lo que sucedía, miró alrededor y logró divisar una sombra cerca de la puerta del cuarto, se quedó perpleja sin saber que hacer hasta que una voz se dirigió a ella: “Mujer, quítate a ese animal de encima, no se va a despabilar hasta que yo… o tú, así lo quieras”. Mari pasó una de sus piernas por debajo del obeso cuerpo de Heriberto sin que este, siquiera, chistara. Después, se escabulló dejando atrás esa masa gelatinosa que tanta repulsión le causaba hacía años y que, por miedo y tal vez resignación, dejaba que hiciera con ella lo que quisiera.
La sombra le hizo una señal pidiendo que se acercara; ella obedeció. Cuando pudo distinguirla, se inmutó: era una mujer de baja estatura y piel oliva, sus rasgos, sin duda alguna, eran propios de la tierra que las vio nacer: la nariz ancha, la frente amplia, los ojos grandes, expresivos y los labios rojos como sangre palpitante.
La mujer miró a Mari y sonrió perversamente, ahí fue cuando pudo ver sus dientes. “No te asustes, María, vengo a ofrecerte la oportunidad de tu vida, solo lo hago una vez al año. Elijo a una mujer que como tú, está ávida de una nueva historia. Yo te he visto, María. He visto tu cansancio y desesperación, te he visto sufrir y callar porque las fuerzas ya te abandonaron. He escuchado tus plegarias deseando la muerte y hoy va a ser como si te murieras. Escúchame con mucha atención”. Al escuchar esto último, Marí se quedó paralizada y asintió con la cabeza, más por nervios que por conciencia. “Te toca decidir qué quieres que suceda con tu vida y con la de ese animal que tienes por marido. Te ofrezco librarte de todos tus males si a cambio me dejas beberme la sangre de Heriberto y todo lo que hay guardado en tu cabeza. Si aceptas, pasado mañana a estas horas vas a ser una página en blanco ¡libre!”. Mari no estaba segura de comprender lo que aquel ser le decía. “Si decides continuar como hasta ahora, este pequeño encuentro entre tú y yo no será más que un vago y onírico recuerdo. Lo siguiente que verás, será el sudor del rostro del marrano ese cayendo sobre tu cara y… lo demás ya lo sabes, no hay necesidad de entrar en tan desagradables detalles. Si eliges entregarme lo que te pido, será como si nada hubiera sucedido jamás. ¿Qué eliges?” Mari temblaba, las piernas le flaqueaban, miraba a Heriberto con esa mueca tan suya. Si no aceptaba el trato, abriría los ojos para encontrarse con que su marido, en efecto, “le había hecho un hijo” y tendría que repetir aquella amarga experiencia con la curandera; si aceptaba, esa mujer se llevaría toda su vida que, aunque difícil, aún tenía algunos destellos felices.
La sombra la miraba impaciente y decía “tictac, María, no tenemos toda la noche”. Un nuevo comienzo, pensó Mari y apenas levantando la mirada susurró: “acepto”.
No había terminado de decirlo cuando la mujer se volvió mil sombras pequeñas que rodearon a Heriberto, entonces, este salió de su marasmo para encontrarse con pequeños y afilados dientes que comenzaron a morderlo por todo el cuerpo mientras él gritaba despavorido. Mari pensó que los gritos alertarían a alguien del vecindario, pero la cortina seguía inmóvil y la luna apagada.
Las sombras no solo succionaban la sangre de su marido, también le arrancaban pequeños trozos de carne que engullían salvajemente frente a la mirada petrificada de Mari, quien pasó del terror a sentir algo de placer al ver el cuerpo cercenado de aquel hombre.
Una vez terminado el festín, las sombras se reunieron en una misma y dieron paso a la imagen de la mujer: “Es hora, Mari, es hora de que empieces otra vez”. Dicho esto, la mujer se abalanzó contra el cuello de Mari quien pensó, le sucedería lo mismo que a Heriberto, pero no, con cada succión moría un recuerdo en ella: uno doloroso, uno feliz, otro agridulce; se percató de que ya no recordaba dónde vivía su mamá, pronto tampoco recordó su propia dirección y cuando la sombra casí había terminado, Mari no sabía quién o qué era la mancha amorfa que yacía sobre la cama. Un momento después ella perdió el sentido.
Dos días después, abrió los ojos a la mitad del zócalo capitalino, estaba de pie, llevaba un hermoso vestido blanco con bellísimos bordados y grandes bolsillos a los costados, al meter su mano a los bolsillos encontró varios fajos de billetes. No sabía su nombre ni su origen, pero eso no la atormentaba. Se encaminó hacia un puesto de tlacoyos que se encontraba a media cuadra de donde estaba parada, tenía un hambre inmensa, tan grande, que se comería un cerdo completo, pensó.