
Santiago toma la botella de plástico, que no tiene etiqueta, la pone frente a ella pero sin acercarse tanto, y le dice:
–Esto es agua embotellada, no agua bendita.
El gesto de dolor, dureza, horror e insania se relaja, una mueca de ironía así como de extrañeza mezclada con sorpresa se forma en ella. La piel, que parecía quemada, vuelve a su natural estado, pero los ojos se quedan negros, así como se saltan las venas alrededor, de los párpados y de las bolsas de los ojos. Suspira.
–Hijo de perra… ¡me agarraste!
–No, no te agarré –dice sonriendo pícaramente–, no eres mi tipo, ¿sabes? Muy femenina…
De repente un pequeño punto amarillo brilla en sus ojos, como si reflejara una luz que, de sobra, Santiago sabe no está en la habitación. Ella comienza a reír desquiciadamente, como loca de remate, abre mucho los ojos, la boca se muestra con las encías salidas exageradamente, hinchadas, sangrantes, y en lugar de dientes tiene colmillos amarillos. Saca la lengua y la mueve como si fuera de víbora, y jadea, jadea mucho, para, de repente, detenerse, y observarlo, seria. Solamente lo observa.
–Hueles a mierda, padre.
–Curioso: tú casi te cagas al yo entrar.
Ahora, muy en contra de lo que esperaba Santi, ella o él, toma una mueca extrañada, con los ojos entrecerrados, expectante.
–Tú… tú eres…
–En efecto, lo soy.
Ella guarda silencio. Luego de un rato de observarse los dos mutuamente, ella sonríe genuinamente afirmando con la cabeza.
–Ya te recuerdo… ¡Te recuerdo! Eres ese señor homosexual que me ofreció el cuerpo de un criminal a cambio de dejar el cuerpo de Roberto, ¿verdad?
–No lo sé, tú dime.
Ríe con la boca cerrada Satanás.
–Sí, eres tú. ¡Qué giros de la vida! No pensé en verte otra vez.
–Te he estado buscando.
Sara la endemoniada, arquea las cejas.
–Oh… no me digas que ya eres parte de una secta satánica. Esperaba mucho más de ti.
Santiago solamente niega con la cabeza.
–No es eso.
–Me has venido a ofrecer otro cuerpo criminal, ¿no?, porque si no… ¿a qué chingados viniste?
Suelta humo por la boca como si fumara.
–En efecto, he venido a eso…
Ella sonríe.
–A cambio de información –termina él.
La sonrisa desaparece.
–Estás pero bien pendejo.
–No me digas…
–Sí. ¿Por qué yo, el señor de las tinieblas y el engaño, el gran Dragón, la gran serpiente…
Es interrumpido.
–Porque podría esto estar afectándote a ti también, tanto como a mí.
Sorpresa, luego interés en una sonrisa macabra en su rostro.
–Oh, algo que el Satanás –al decir Satanás, su voz sonó como las llamas–, no sabe… eso es imposible, mi querido traga-vergas. Digo, es que Satanás es que el que lleva los papeles en orden, ya sabes. Da igual: ¡Dame ese cabello y me voy en seguida! La verdad es que, acá entre nos –medio frunce el ceño y menea afirmativamente la cabeza–, eso de tragar tierra duele… ya sabes… en el nudo de globo.
Santiago trata de evitarlo, pero sonríe.
–Me caes bien, me caes bien, me gustas, mi querido traga-vergas… No eres un cura, y tenemos un poco de diversión. Acabemos esta entrevista con Lucifer y dame el cabello.
Santiago menea la cabeza negativamente.
–No, hasta que me digas algo.
El semblante, que era risueño, de ella; cambia a uno de coraje despectivo, como si quisiera ver a todos los homosexuales muertos.
–No olvides –dice con la voz profunda y gutural, al mismo tiempo que todas las luces se vuelven casi nulas, y la habitación pareciera estarse cerrando sobre ellos–, que aún puedo matarte si así lo deseo, pendejo.
–No, no puedes… –dice Santiago como si hubiera aguantado la respiración por mucho tiempo y todo regresa a la normalidad.
–¿Y cómo lo sabes?
–Sé quién me protege.
–Dios no –dice burlón.
–Ya sé que él no…
Silencio. Expectativa.
–Bueno –continúa Lucifer–, un intercambio una vez más: yo te digo qué quieres saber y tú me das un cuerpo nuevo qué visitar… ¿qué traes hoy? He escuchado muy buenos tratos tuyos con otros demonios.
Santiago sonríe y arquea las cejas.
–¡No me digas!
–¡Oh, sí, sí, sí!, eres muy popular. Imagínate, eres tan popular, que entre los mismos demonios te tienen una especie de… no sé cómo decirlo… protección.
Santiago frunce el ceño sin comprender muy bien lo que dice.
–¿Cómo?
Satanás, al hablar, exagera mucho sus gestos.
–Bueno… los demonios ya saben de ti, Santiago Umberto…. Saben que, si te encuentran como exorcista, tú les ofrecerás un alma putrefacta. Mira, eso suena ayudar al Señor pero al fin de cuentas, nosotros poseemos el alma que tú nos das, y eso es igual a hacer enojar al Señor, así que… todos ganamos –termina con una sonrisa que, alcanza a ver, entre dientes corren gusanos.
–¿Tengo amigos en… el infierno?
–Amigos no, aliados estratégicos… –Satanás toma un semblante pensativo–, es como un acuerdo tácito: tu cabeza vale, obviamente, porque no hay nada mejor que pervertir un alma inocente pero… lo que nos ofreces vale mucho así que… sí, quien trajera tu cabeza tendría un premio, pero la cabeza de ese ente sería la más buscada en los siete círculos del infierno.
Santiago escucha sin creerlo pues, pensó siempre que ayudaba a Dios, pero, a cambio, parecía estar ayudando a Lucifer.
–Los demonios me…
–Protegen también… sí, incluido yo, sinceramente. Me gusta hablar con alguien con huevos, digo, a ti te encanta olerlos y saborearlos –Satanás nota como Santiago se sonroja–, no te preocupes, es normal… Pero te sobran, definitivamente tienes mucho valor.
Santiago lo observa con coraje.
–Y qué hay de mi familia… ¿a ellos no los protegen?…