Cuando uno lee, es normal que haya personajes odiosos y otros con los que se congenia. Eso sí, siempre hay que tener en cuenta eso: a pesar de todas las metáforas y reflexiones, no dejan de ser eso, personajes de una historia ficticia. Muy pocos de estos personajes han sido aquellos que nos inspiran a dejar de leer un libro, aquellos mentecatos aberrantes que no soportamos, tanto como nos suele suceder en la vida real. Ernesto, justamente, me hizo plantearme seriamente la cuestión de seguir leyendo o no este libro; sin embargo, lo hice, y me encontré con otro personaje que, definitivamente, es un despreciable energúmeno.

Ernesto es uno de los protagonistas del libro “El rey se acerca a su templo”, del escritor de la onda, José Agustín. Este es el texto más representativo de su estilo literario: es una narrativa casi vulgar y apóstata: rechaza cualquier normatividad literaria. Está dividido, a su vez, en dos libros.

Luz externa, que narra las peripecias de un jipi increíblemente insoportable, Ernesto, cuya única labor en la vida es ir de un lugar al otro, siempre en viajes auspiciados por las drogas. Él sólo convive con la gente que vibra chido con él y como él, es un intransigente que no acepta otras ideas. Tiene pedos con su chava, María, que en un viajesote ve a Jesús y decide volverse devota. La narrativa en esta primera parte es caótica, justamente para connotar el estado místico del Ernesto.

Luz interna, es el libro que trata sobre Salvador, a quien conocemos porque Ernesto llega con él luego de no tener dónde caer muerto. Salvador es un traductor que no tiene suerte con las féminas. Conoce a Raquelita, una señorita que ya había estado con Ernesto, pero que casi la orilla al suicidio. Ella parece aceptar a Salvador. Aquí, la narrativa es mucho más amable con el lector.

Ahora, el verdadero despreciable energúmeno es Miguel Carlos: estereotipo de macho, con nexos en la política, policía corrupto hasta la médula que tiene kilos y kilos de droga en su casa. Un monstruo, enorme, feo y que seguramente huele a caca. Ernesto, en su búsqueda incansable por viajes y toques de su amada marihuana (cagado que la mariajuana se llame como María, la morra que lo deja por Dios), da con él. El primer contacto que tiene con el policía es relativamente amigable, pero el pedo, el verdadero problema, empieza con eso: flatulencias.

Ernesto ya se iba a ir a dormir y va a orinar, y al acabar, entra Miguel Carlos a cagar. Como tal, y no sólo eso: está desechando un material tan fétido que hace lagrimear al pobre diablo de Ernesto, quien se ve impedido a salir del baño por órdenes del cabrón ese. De ahí, se nota que el policía quiere el tesorito del jipi: por azares del destino, lo lleva a su casa y lo viola.

Ahora, hay de dos: uno podría sentirse ofendido porque el Miguel Carlos, el policía homosexual, es, realmente, lo peor de la novela. Es terriblemente violento, ojete, asqueroso; el villano. Es la mezcla de todo lo que el mexicano, en primera instancia, odiaría: corrupción, poder, dinero, y gay. Sin embargo, no fue este el personaje que me hizo querer dejar de leer el libro. En efecto, Miguel Carlos es el despreciable energúmeno: lo peor del mundo, pero ¿representa al constructo social del homosexual en México, o algo más?

Creo que sería un gran error, en primer lugar, tachar a José Agustín de homofóbico y, en segundo lugar, de cancelarlo por ser tan soez. El policía no representa al homosexual, sino a la figura autoritaria de México. El hecho de que su acto haya sido violento a tal extremo, es la forma del escritor de narrar metafóricamente lo que vivimos. Es el poder institucional lo que acaba con la libertad de la pachamama.

Básicamente, José Agustín te está diciendo que el político poderoso es el que te va a tratar de lo peor, independientemente de quien seas.

Obviamente, son las dos caras de la moneda: el gay horrible y asqueroso o el representante poderoso, ambas lecturas podrían ser comprensibles desde su respectivo punto de vista. Es más, no faltará quien venga a dar otra perspectiva, otra posibilidad, sin embargo, hay algo que no es posible negar: ese policía, sea lo que sea, Miguel Carlos, es un despreciable energúmeno en todo el significado de la palabra.

Resulta este policía tan corruptor, que cuando Ernesto llega a la cárcel bajo una acusación falsa, se vuelve un padrote, prácticamente. Ahora es él quien mueve el dinero dentro de la cárcel, todo fruto de su complejo de inferioridad y de desesperación por ser quien es.

Su aparición es brevísima, y luego ya no es mencionado, sin embargo, de entre todos los villanos y los más horribles personajes que he leído, el policía se queda muy arriba. Es malo y rastrero, no tiene una finalidad más que la de su propio placer, y tal vez eso lo haga peor que Sauron.

Es un libro, a fin de cuentas, que nos muestra una literatura distinta. José Agustín se toma la molestia de mostrarnos que el acto de escribir (y leer) no tiene por qué ser elitista, aburrido, rígido. Justamente es a través de la experimentación, como se logran cosas distintas, atrevidas, entretenidas. No digo que este libro sea hermoso como lo sería un poema, pero es, quizá, tan provechoso como leer a los clásicos. De perdida, te saca una risa, un susto, y un pedo también. Es gracioso, cagado, repugnante y muy en la onda.

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