
–¿Puedo ir a los juegos?
Las ventanas de cristal, que si bien estaban templadas y oscurecidas, dejaban pasar el calor que venía del exterior, el sol se desparramaba ahogando todo a esa temperatura, y aunándola a los diferentes hervores de los múltiples puestos de comida de la plaza, que iban desde comida coreana hasta las típicas pizzas grasientas que a más de uno causarían repulsión; la diversidad se mezclaba en un sopor casi brutal. Todo se coludía en un golpe, a la mandíbula o al riñón, totalmente embrutecedor. Se encontraban en la sección de comer, la de comida, muchas mesas de plástico que parecían eternamente cubiertas por una capa de grasa que se había evaporado pero solidificado con el paso del tiempo, así pues, siempre que tocaran la superficie de la mesa o de las sillas donde se sentaban, se encontrarían con algo pegajoso pero que no les dejaba pegajosos los dedos ni la piel, pero sí una sensación de suciedad, aunque no fuera visible ni evidente.
Se encontraban los tres, la familia, disfrutando de unas desagradables hamburguesas que la pequeña de sus ojos, de los cuatro ojos de los dos papás, había pedido. Ahora, con la cara manchada de salsa cátsup, con sus dientecitos de leche cayendo y sus dos colitas castañas, ella solicitaba ir a jugar a los juegos, a esos columpios, de plástico y resbaladillas que eran lo opuesto a lo que decían ser, porque eran pegajosas como las mesas y el simple contacto provocaba fricciones y estáticas indeseadas. Ambos ya podían verla regresar con los pelos de punta. Había estaciones arriba, a unos dos metros del suelo, con puentes de colores y muchos niños jugando, gritando y corriendo de un lado para el otro. ¿Qué podían decirle?, ¿que no fuera?, ¿que se quedara con ellos? Sería inhumano.
–¡Órale, pues, chamaca, vaya a jugar un rato! –Le dijo Santiago no sin antes limpiarle la salsa cátsup de su radiante sonrisa de niña pequeña. Se fue gritando muy emocionada y los dos, ahí, la vieron sumergirse en un mundo de plástico, fricción y demás niños pequeños llenos de sudor, sonrojados y brillantes por sus sonrisas.
–Ay, Santiago, la dejaste ir y ni se acabó sus papas.
–Bueno –dijo Santiago a Matías–, la salvaré de los triglicéridos asesinos –dijo para zamparse una no sin antes llenarla de cátsup. Matías lo vio como el maestro ve al alumno que miente, y que sabe que lo hace.
–La dejaste porque querías sus papas… –dijo sabiendo que era esa la razón, pero aun así dejando abierta la puerta para el intercambio de ideas.
–Nooooo, ¿cómo crees? –Le contestó Santiago con una mueca juguetona e infantil.
–Y luego va a regresar la niña y va a preguntar que qué pasó con sus papas y dirás que desaparecieron por arte de magia…
–Ay, ya, toma, come conmigo –le dijo Santiago para poner una papa en la boca de aquél quien, sin chistar, la masticó.
–Estoy satisfecho con tu trabajo, pero indignado –dijo sonriente.
–Yo estoy satisfecho con verte.
Ambos vieron a María Magdalena jugar, subir y bajar. Ella volteaba continuamente a ellos y les gritaba, los saludaba con la mano, y luego corría de nuevo. Ellos, a cada momento, le sonreían como si no lo hubieran hecho ya mil veces, porque si no lo hacían, romperían el hechizo, y quien saldría perjudicada sería ella.
–Es un torbellino esa niña –dijo Matías.
–¿Un torbellino? Nadie dice eso, anciano.
Matías le pegó amistosamente en la espalda, ambos se sonrieron, se besaron, y regresaron la mirada a su niña.
–Parece que fue ayer que nos la dieron, ¿no?
–Ay, Mati, Mati, Mati, ya vas con tus reflexiones de anciana.
–¡Cállate! Sabes que es cierto.
Santiago sentía su corazón inflamarse en el pecho, porque sí, parecía apenas ayer que la cambiaban de pañales y ahora aprendía a ir al baño sola. Y más de una vez había defendido a alguna compañera del kínder a quien obligaban a hacer algo que un niño también podía hacer.
–Sí… ayer no podía caminar y ahora ya corre la chamaquita. Si hasta mi madre está bien contenta, con eso de que quería nietos –dijo Santiago.
–Sí, vino a alegrarnos la vida a todos.
–Tú eres mi alegría –le dijo Santiago a Matías.
–Y tú la mía… pero ahora somos una triada de alegrías.
–Todas bien perras –dijo Santiago con una sonrisa burlona.
–¡Cállate, Santi!
–¡Ah!, ni que me fuera a escuchar Magdi.
–Pues Magdi aprende muy bien tus mañitas de palabras y sarcasmos.
–Pues también aprende muy bien tus cositas de… ejercicio y eso. Debería leer más.
Matías sonrió.
–Bueno, no se puede todo en la vida, ¿verdad, Santiago?
–Si yo te pude, sí se puede todo, entonces.
Se observaron a los ojos, y si bien, no era lo mismo que cuando habían sido jóvenes, hermosos, sin nada por temer, sin nada por desear: la mirada nunca cambió, nunca cambia, nunca cambiaría. ¿Ni en la muerte?, se preguntaba Santiago. Pero lo vio, a Matías, y supo que, en efecto, la muerte era poco comparado con lo que Matías era, con lo que su hija era, con lo que él era.
Matías desvió sus ojos hacia otro lado.
–Mírala –dijo con ojos ensoñadores.
Santiago volteó, estaba ella en lo que parecía ser una cápsula de astronauta pero en miniatura para una criatura, o cientos de ellas que ahí siempre iban a pasar un buen rato con sus familias. Estaba la pequeña María Magdalena asomándose a través de una ventana de plástico ya rayada, a sus padres, sonriente, como siempre, soñadora. Los saludaba meneando la mano de un lado al otro. Matías se levantó sacando el celular de su pantalón. Santiago se llevó una papa a la boca y la masticó. Observó a Matías regresando a su lugar, y en el camino se paralizó, se quedó de pie, solamente respirando. Vio Santiago que empalideció y se puso tan lívido como si llevara tiempo muerto. Sus ojos vieron asustados algo en el celular. Santiago se puso de pie y fue hacia él:
–Mati… Mati, ¿qué tienes?
Santiago vio la foto: en la cápsula amarilla de astronauta, estaba su bella hija sonriente y a su lado parecía ser una mujer, esa persona a su lado tenía el cabello gris y esponjado, como en punta, su piel era morada, casi negra, seca, seca como la tierra, era como si le hubieran quitado el líquido del cuerpo y hubiera quedado acartonada para siempre. Sus ojos estaban bien abiertos y por el flash le brillaban, reflejaron la luz, por lo que se veían amarillos. Por tan oscura su piel, no parecía tener boca. Estaba rodeando a la niña con un brazo sobre sus pequeños hombros.
Santiago volteó la vista arriba y ella estaba ahí platicando sola, le hablaba a alguien pero no había nadie ahí con ella.
–¡Matías, Matías, prepara las cosas, nos vamos!
Santiago fue a los juegos y comenzó a gritar a su hija:
–¡María, María Magdalena! ¡Ven, hija, ven, mi vida! –decía Santiago alarmado. Su hija se asomó desde arriba con el gesto asustado como si la fueran a regañar, como si le gritaran a ella. Pero no era así. Ella fue a su padre, alarmada. Con su voz empequeñecida, le dijo a su padre:
–¿Qué pasó, papi?
–Vente, hija –dijo tratando de sonar tranquilo, pero evidentemente alarmado–, vamos a ir con tu tío Umberto.
–¿Por qué con el tío Umberto?
–No sé –le contestó distraído. Volteó hacia arriba. Sintió un disparo de adrenalina en el cuerpo, casi ganas de gritar, rechinó los dientes y sintió frío: la mujer de piel quemada asomó la cabeza y ahora pudo ver que sus labios eran dos pequeños chicharrones tostados y negros, podía ver sus dientes pútridos, su nariz debió haberse caído porque sólo tenía los orificios, pero sin tabique nasal– ¡Ay, hija de tu puta madre! –Dijo Santiago en voz baja.
–Papi, papi Mati te ha dicho que no digas groserías en frente de mí –dijo ella con su voz acaramelada, como de ardilla pequeña, con su inocencia característica.
–Perdóname, hija, perdóname, no fue mi intensión. Vente, vamos con el tío Umberto. ¿Con quién hablabas, eh, amor?
–Con mi amiga.
–¿Tu amiga?, ¿cómo se llama tu amiguita, eh?
–No sé cómo decir su nombre, es muy difícil de pronunciar.
Santiago la llevó en sus brazos y notó que Matías se movía lentamente, maquinalmente, tenía la mirada perdida y seguía pálido, como si hubiera visto algo muy impactante.
–Matías, amor –le dijo poniéndole la mano en la espalda baja–, ¿estás bien?, ¿qué tienes?
–Sí, sí, amor, me asusté… tengo náuseas. Vámonos a casa.
–Primero vamos con Umberto, es una amiga imaginaria. Vamos, vamos… ¡vamos! –Dijo jalándolo del brazo para ir todos al auto. Antes de salir de la sección de comida, volteó hacia atrás, y notó que la mujer bajaba, la mujer quemada estaba desnuda, sus senos eran como dos tubitos tiesos, su sexo no estaba velludo y estaba oscuro también, toda ella parecía haber sido quemada hacía tanto tiempo. Sintió, de nuevo, un escalofrío y manejó él. Conectó la llamada al auto y le avisó a Umberto que iban en camino.
Notó Santiago una bolsita de plástico como las que costumbraba guardar el cabello de aquellos que intercambiaba para los exorcismos, a los que ofrecía como tributo, pero no recordaba haberla metido. Según iría a trabajar cuando acabara su día con su familia, hasta anochecer, y pasaría a casa primero antes de ir allá, con su caso. Sin embargo, lo consideró una simple cuestión de olvido, la debió haber puesto en su auto maquinalmente.
–¿Qué fue eso, Santiago?
–Dijo que era su amiga imaginaria –dijo Santiago a su pareja. Volteó al retrovisor en un alto y vio que la mujer estaba atrás, afuera del auto, de pie, entre su auto y el de atrás–. Hija de puta –dijo Santiago en voz baja. Por primera vez, Matías no le pidió que no dijera esas cosas en frente de su hija.
Llegaron a la diócesis y Umberto salió de una reunión que tenía con otros religiosos.
–Hijo, qué bueno que vienes.
–Umberto, se supone que esto no pasaría.
–¿Qué pasó?
Le enseñó la fotografía y Umberto la vio extrañado.
–Es tu hija…
–Sí, pero qué no ves que… –vio la foto y se quedó callado. Estaba María pequeña solamente, no había amiga imaginaria–. ¿Qué chingados?
–¿Qué pasó?
–Había algo con ella, un amigo imaginario.
–¿Un amigo imaginario? ¿Estás seguro?
–Estoy asustado, Umberto, los amigos imaginarios son cosa seria. No sabemos qué son y nuestras técnicas pueden ser contradictorias para poder expulsarlos en caso de que sí sean entes negativos.
–Pero aquí no hay nada, Santi.
–Lo sé –Santiago estaba realmente extrañado–, pero estaba ahí, Umberto, te lo juro. Ahí estaba.
–Santiago, tu caso de hoy en la noche será para alguien más, tengo un favor que pedirte. Urgente.
Santiago lo volteó a ver, sacudió la cabeza tratando de despejar su mente, y le dijo:
–¿Qué pasó?
–Nos acaba de llegar un caso urgente, mucho. Según esto es una posesión demoniaca luciferiana.
–¿Lucifer?
–Legión, se identificó como Legión. Teníamos a alguien, pero no nos avisó que era el gran dragón. Trató de expulsar al demonio, pero no pudo.
–¿Lo hizo bajo sus narices?
–No nos avisó. Desapareció alguien.
–¿Cómo, Umberto?
–Según esto, el demonio raptó a alguien.
–Los demonios no pueden hacer eso, sería la primera vez. No pueden llevarse a la gente así porque sí.
–Por eso quiero que vayas y hagas lo que sabes hacer, mi muchacho.
–¿Quién fue el idiota que no avisó sobre esto?
–De hecho es la otra cosa que quería comentarte y que tal vez no te vaya a gustar mucho. Tendrás que ir con el exorcista y ver qué sucedió. Él está ahí ahora mismo.
–¿Quién es?
–Gillien.
Santiago suspiró e hizo una mueca negativa, de disgusto.
–Ese pendejo… me odia, Umberto, no querría verme, solamente me critica y no nos conocemos siquiera.
–Lo sé, mi muchacho –dijo tomándolo del hombro y alejándose de la puerta, bajó la voz y le dijo entre susurros–, pero necesito que tú lo hagas. Si es Lucifer, necesitamos que liberes a la persona. Si alguien más se entera de que el demonio ha raptado a alguien, serían muchos problemas por solucionar y sería un escándalo. Sé que te estoy mandando con tu antítesis, pero te necesito, eres el más serio en estos casos, además quiero que levantes un reporte. Vamos a quitarle a Gillien su papel de exorcista.
Santiago arqueó una ceja.
–¿Quieres que acabe con el charlatán?
–Podría ser que suceda, que lo quitemos de su labor exorcista, pero necesitamos las pruebas necesarias para comprobarlo. No solamente porque queremos.
Santiago sintió un poco de poder correr por sus venas. Energía.
–Con gusto lo haré.
–Calmado, sin embargo, muchacho, no dejes que el egoísmo nuble tu labor.
–No lo haré, Umberto, no te preocupes. Todo será con base en las normas, sin embargo, si ocultó información…
–Sería su fin, Santi. Pero primero, rescata a la persona.
–¿Y qué con mi hija? Matías se asustó muchísimo.
–Yo me encargo, oraré en protección de tu familia, no te me preocupes, ¿está bien?
–Gracias, amigo –le dijo Santi abrazándolo. Umberto le regresó el abrazo.
–Ve en seguida. ¿Tienes el material genético del individuo?
–Por suerte, sí, lo metí al carro sin darme cuenta.
–Muy bien, muchacho, yo oraré en protección de tu familia. Ve y haz lo tuyo. Necesito el informe detallado.
–Así será, mi buen, tú tranquilo.
Regresó al auto. Matías seguía lívido, con los ojos bien abiertos, mirando al frente, como si estuviera viendo al mismo Satanás. Atrás, su hija dormía pesadamente.
–Vamos a casa, amor.
–Umberto me acaba de decir que tengo que ir a un caso urgente.
–Pero tenías caso hasta la noche, no ahorita.
–No es el caso de la noche, ese se lo darán a alguien más. Quieren que vaya porque algo que no había sucedido antes ha pasado y quieren un informe. Gillien la cagó, quieren que vaya a hacer un reporte.
–Tengo miedo, Santi, mucho.
–Le he dicho a Umberto y él hará unas oraciones de liberación y de protección, estaremos bien todos.
–¿De verdad? Es que te quiero cerca, siento que si no estás…
–Mati… –le dijo tomándolo de las mejillas, por los lados de la cabeza, lo vio directamente a los ojos y le dijo–, todo va a estar bien, nunca te voy a dejar, estaremos juntos mucho tiempo, pero es urgente esto. Al parecer raptaron a alguien.
–¿Quién?
–Dicen que… un demonio.
–Pero los demonios no secuestran, solamente matan y poseen.
–Es por eso que quieren que vaya. Umberto nos protegerá.
Un fugaz rubor de furia corrió por los ojos de Matías.
–¡Umberto no puede hacer lo que quiera solamente porque sí! –dijo librándose del amoroso tacto de Santiago–, cree que puede hacerlo todo y no es cierto. No quiero que me separe de ti.
–Matías… ¿estás bien?
Matías suspiró y cerró los ojos, se tranquilizó y respiraba profundamente para relajarse.
–Sí, sí… vámonos ya.
Santiago manejó a la casa con el ceño fruncido, Todos iban en silencio. Santiago creyó escuchar estática en el radio del auto pero estaba apagado. Al llegar, le puso la mano en su pierna, de Matías, y lo veía a los ojos.
–Oye…
Matías volteó a él. Santiago agregó:
–Todo va a estar bien.
–Como sea, te preocupa más tu trabajo que nosotros –espetó Matías.
–Amor, tú sabes que eso no es cierto.
–Anda, ya vete, sólo por querer culpar de algo a Gillien haces esto. Te preocupa más ser el mejor, que ese estúpido se vea mal. Eso es lo que buscas.
–Matías, es un charlatán, Gillien es un charlatán, y me están pidiendo el reporte. Es trabajo, tú lo sabes.
–Sí, lo sé, sólo te preocupa tu trabajo, tu estúpido ego.
–No es cierto, esto lo hago por ustedes.
–Lo haces por ti.
Santiago frunció el ceño y dijo.
–Manejas con cuidado a casa, yo te veo allá.
–Sí, no iba a venir por ti.
Santiago, aguantando decir una grosería, se bajó del auto con sus cosas listas y azotó la puerta. No volteó a ver cómo se iban. Escuchó las llantas rechinar contra el pavimento e irse.
Se colocó ante la casa y dejó que los sonidos de los violines distorsionados, y luego un poderoso inicio de death metal sinfónico; es de los mejores inicios, de los más impresionantes que jamás ha escuchado, Interdimensional Summit. Al estar ahí de pie, se dio sintió la emoción de la primera vez. Cuando vio la sombra asomándose por la ventana con un trasfondo de oscuridad, pues las luces estaban apagadas, años y años de experiencia laboral se vinieron abajo: sintió miedo, mucho miedo. Supuso que por lo que acababan de vivir y por sentir que su familia estaba en peligro, pero tuvo miedo. Respiró profundamente para no salir corriendo de ahí. No había sentido ese pavor en mucho, mucho tiempo. Con el audífono puesto, escuchó de su lado derecho el grito de terror que llegaba, con mucha fuerza, un gran nivel, ensordecedor, uno como de película, como el chirrido de las llantas antes de chocar con violencia. Por primera vez en su vida, el sonido externo superó la música. Volteó al instante al lado sintiendo como si un gran camión fuera a atropellarlo. Así de fuerte era el grito, femenino, tan agudo que no habría forma de grabarse por medios humanos, cualquier reproductor quedaría deshecho. No había nada, sin embargo, como solía suceder en esos pasos.
Supo que esta vez sería diferente…