
DE UN MUNDO RARO / Por Miguel Ángel Isidro
Al igual que las maravillosas fábulas de Esopo, muchas historias infantiles nos regalan, tal vez de manera involuntaria, ejemplares enseñanzas.
En este caso particular, una de mis escenas escenas favoritas de humorismo profundo ocurre en la película Madagascar (2005), dirigida por Eric Darnell y Tom McGrath.
La secuencia corre por cuenta de cuatro pingüinos barbijos que forman parte de las especies que habitan el Zoológico de Central Park, en Nueva York. Kowalski, Rico y Cabo son tres obedientes reclutas que siguen los elaborados planes de su líder, Skipper, en el intento por escapar de su hábitat artificial y regresar a la Antártida, su lugar de origen.
La historia de los pingüinos es un gag secundario en la historia de Madagascar, pero resulta que tras un sinfín de peripecias, los cuatro palmípedos logran secuestrar un barco de carga, al que desvían de su ruta original hasta llegar al anhelado Círculo Polar Ártico. Al desembarcar, todo es emoción… hasta cerciorarse de lo gélido y desolador del paisaje. De repente uno de los cuatro aventureros suelta la más sincera descripción del destino tan largamente perseguido: “!Está horrible!…”
No quisiera ofender a nadie (bueno, al menos no a propósito), pero cada vez que surge un debate sobre los denodados afanes de un grupo de ciudadanos occidentales y pequeñoburgueses tratando de salvar una comunidad rural, una reserva ecológica, un vestigio arqueológico o la integridad de las tlayudas, no puedo dejar de acordarme del episodio de los pingüinos de DreamWorks.
Sobre todo, por ese afán que tenemos los occidentales mestizos de asumirnos como solidarios “salvadores” de los pueblos originarios. Cuando queremos reconciliarnos con “nuestras raíces”, nos ponemos guayaberas, huipiles o huaraches para hacer patente nuestro orgullo autóctono. Nos emborrachamos con pulque, mezcal o sotol para presumir nuestro arraigo y comemos chapulines, jumiles o escamoles para reclamar nuestra cuota de identidad “autóctona”… claro, sin correr el riesgo de perder el privilegio que nos brinda nuestra conexión a internet, el aire acondicionado o la comida gluten free.
Desde las “izquierdas progresistas” hasta las proyecciones del “capitalismo buena-ondita” tenemos la torcida idea paternalista de que a los pueblos originarios los debemos “proteger”. Claro, hasta que llega el momento de bajar a la realidad terrenal y percatarnos de la ancestral desigualdad, pobreza y rezago y olvido en el que hemos mantenido a nuestras comunidades autóctonas. Porque cuando eso ocurre, sin mayor reparo, sólo alcanzamos a mascullar: “está horrible…”
No tomaré partido ni a favor ni en contra de la reciente campaña de algunos “famosos” en torno al megaproyecto del Tren Maya enarbolado por el actual gobierno. Sobre todo porque es un debate que desde ninguno de los dos frentes me suena sincero.
Por supuesto que asiste la razón al presidente Andrés Manuel López Obrador al concebir un gran proyecto de infraestructura y desarrollo turístico que impulse el progreso de la zona sureste de nuestro país; históricamente olvidada por los gobiernos posrevolucionarios y explotada de manera inmisericorde por los grandes intereses corporativos. Pero el punto es que una vez más, desde el centro del poder político de trata de vender la idea de Gran Solución Estructural al añejo rezago social que se vive en esa región del país.
En el tratamiento sobre las comunidades nativas, siempre subsisten dos grandes y contrastantes visiones: una tendiente a la preservación, que busca mantener a los pueblos originarios en sus condiciones, usos y costumbres ancestrales, como una supuesta forma de respeto a sus formas de vida y organización.
El otro extremo lo conforman quienes proponen integrar a las comunidades autóctonas a la “vida moderna”, allegándoles los medios económicos y materiales para que sus habitantes puedan eventualmente tener acceso a los beneficios y comodidades de la “civilización”… lo que quiera que ello signifique.
Ambas visiones son en cierto modo paternalistas e hipócritas. No creemos que nuestras comunidades autóctonas tengan la capacidad para resolver su futuro y por ello creemos que es necesario que la “civilización” acuda a su auxilio; ya sea para desprenderlos de sus condiciones “primitivas” de subsistencia, o para preservarlas como piezas de museo o atracción turística.
Las condiciones de vida de las comunidades indígenas del sureste y el resto de México no se resolverán con la devolución del Penacho de Moctezuma, las disculpas de la Corona Española por la Conquista o la construcción de un Tren Maya o un Corredor Interoceánico. Existe una descomposición del tejido social producto de siglos de explotación irracional de sus riquezas naturales; de la migración forzada de comunidades enteras por la lascerante pobreza a la que son sometidas y al sistemático abandono que hoy en día las convierten en coto territorial del crimen organizado.
Es lamentable que a estas alturas de nuestra historia nacional, estemos atentos a la opinión de un grupo de “famosos” y a las réplicas muchas veces desafortunadas de nuestra fauna política en torno al destino de una de las regiones más lastimadas de nuestro país. Debemos dar paso a las aportaciones de científicos, instituciones académicas y especialistas antes de dejarnos caer en el tobogán de las descalificaciones que a ninguna parte nos lleva.
Así como se reclama hacia el exterior la libre determinación de las naciones, es tiempo de escuchar la voz de nuestros pueblos y comunidades indígenas y desprendernos de la soberbia de nuestra pretendida cultura “occidental” para entender sus necesidades. Es importante y legítimo preocuparnos por el equilibrio económico y la sustentabilidad, pero en primer lugar siempre deben estar las personas.
Quisiera seguir con ésta elevada disertación, pero… ya va a comenzar mi telenovela favorita.
Hasta la próxima.
Twitter: @miguelisidro