
DE UN MUNDO RARO / Por Miguel Ángel Isidro
Para cuando usted lea éstas líneas, ya se estarán conociendo los resultados preliminares del proceso interno organizado por el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) para elección de consejeros nacionales en 20 de las 32 entidades del país.
A reserva de los resultados, durante todo el fin de semana se estuvieron difundiendo diversas irregularidades en el proceso: acarreo, compra de votos, actos de violencia, robo de urnas y demás prácticas que muchos desearíamos que fueran parte de un pasado muy remoto, pero que lamentablemente siguen ahí.
Lo que es imposible de soslayar es el hecho de que, con triquiñuelas o no, el proceso tuvo una participación masiva. Así como muy seguramente hubo mucha gente que acudió a solicitar su afiliación a cambio de dinero o alguna dádiva, se debe reconocer que sin duda alguna existen millones de mexicanos convencidos de la necesidad de fortalecer la institucionalidad al interior del movimiento que llevó a Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República en 2018.
Morena es, sin duda alguna, la franquicia electoral más exitosa de nuestra historia reciente. A tan sólo ocho años de su creación, gobierna prácticamente tres cuartas partes del territorio nacional, y hasta el momento, es la fuerza política con mayores posibilidades de triunfo en las elecciones a celebrarse en 2023 y 2024. Hay quienes consideran prácticamente ineludible que dicho movimiento repita en la Presidencia para el sexenio venidero. Pero, luego entonces, ¿cómo es posible que le esté costando tanto trabajo consolidarse como partido político?
¿Cómo entender que un líder con el arrastre y popularidad de Andrés Manuel López Obrador, que se mantuvo 18 años en campaña y con 4 años de ascendente popularidad desde la Presidencia no haya sido capaz de construir un partido político sólido?
Parte de esa respuesta la podríamos encontrar en los orígenes mismos de Morena como movimiento político. En torno al liderazgo de López Obrador se aglutinaron todo tipo de figuras y corrientes políticas, desde militantes de la vieja izquierda hasta líderes de opinión surgidos de luchas emergentes, intelectuales, actividad y ex militantes de distintos partidos políticos. Figuras tan controversiales , por ejemplo, como la de la actual gobernadora de Campeche, Layda Sansores, que han militado por media docena de partidos para terminar capitalizando electoralmente su simpatía por el obradorismo.
En sus ocho años de existencia como partido político, el morenismo ha ido postergando por distintas razones la definición de mecanismos específicos para la designación de sus órganos de dirigencia. Con la excepción de su fundador, la dirigencia del partido ha transitado de un interinato a otro como resultado de acuerdos coyunturales y bajo el reconocimiento tácito de que recurrir a un proceso abierto de elección podría conllevar mayores pérdidas que beneficios.
Desde distintos frentes del morenismo se lanzan acusaciones de “boicot” e “infiltración” por parte de fuerzas e intereses ajenos al movimiento para reventar el proceso de afiliación y elección de consejeros, bajo el argumento de que “es más fácil reventar que construir”. Sin embargo, cuesta trabajo creer que sus adversarios, incapaces de detener el avance electoral de Morena y hasta el momento huérfanos de cuadros y liderazgos que les hagan ofrecer una competencia medianamente decorosa en la carrera por la sucesión presidencial, de la noche a la mañana hayan obtenido la habilidad para romper el encanto de La Esperanza de México.
La situación interna de Morena nos obliga a una reflexión que debe ir más allá de la denuncia de incidentes y la vergüenza ajena que provocan las fotos y videos del desorden escenificado este fin de semana. Es, sin lugar a dudas, una nueva evidencia de que el anquilosado sistema de partidos políticos en nuestro país requiere de una reestructuración urgente, en términos de legalidad, pertinencia y apego a la realidad social del México actual.
No podemos aspirar a la modernidad política con partidos emanados de esquemas y reglas propios del siglo pasado.
Hay quienes piensan que para dar paso a una nueva era de legalidad democrática, es indispensable abolir al Instituto Nacional Electoral (INE) y crear un nuevo órgano para la organización y calificación de los procesos electorales. Sin embargo eso resuelve apenas la mitad del problema.
Un nuevo sistema electoral no sólo requiere de un nuevo árbitro: también reclama una transformación al interior de los institutos políticos, para que operen como verdaderas entidades de interés público y no como meros clubes de fanáticos pagados con dinero de los contribuyentes.
El asunto no es sólo sancionar las malas prácticas electorales. Al final del día, los Padrotes y Madrotas de la Patria terminan pitorreándose de las multas que se imponen a sus partidos, porque al final del día no se pagan de su bolsillo.
La dictadura priísta fue funcional durante tres cuartos de siglo mientras tuvo la habilidad para mantener su perversa capacidad de corrupción, salpicando a cada pieza del engranaje político para que la maquinaria partidista pudiese ser funcional. Su debacle vino cuando una pequeña camarilla acaparó para sí todas las canonjías y se volvió cínica e indolente hacia los reclamos sociales.
El Partido Acción Nacional (PAN) tuvo solidez institucional interna mientras sobrevivió como un pequeño círculo conservador, que se conformaba con recibir pequeñas cuotas de poder que permitían dar continuidad a su vida interna. Su verdadero problema comenzó al llegar al poder, donde vivió una crisis de crecimiento de la mano de oportunistas que se colgaron de la bandera del “cambio” para hacer jugosos negocios al amparo del poder.
México no podrá acceder a una verdadera gobernabilidad democrática mientras siga cargando con el miserable lastre de partidos políticos carentes de verdadera representación, y que se sigan limitando a ocupar espacios de poder público como cuotas de regateo de conveniencias de corriente o grupo. El interés de las mayorías no puede continuar supeditado a los apetitos de pequeñas tribus.
Ha llegado el momento de construir no sólo un nuevo movimiento social, sino un nuevo sistema político que permita el desarrollo de un debate permanente de las prioridades nacionales, pero bajo mayores niveles de ética, inteligencia y respeto a las divergencias.
¿Quién le pone el cascabel al gato?
Twitter: @miguelisidro