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DE UN MUNDO RARO / Por Miguel Ángel Isidro

Ser periodista puede llegar a convertir tu vida en un carrusel de circunstancias curiosas. Y muchas de ellas tienen que ver con historias de personas que cruzan por tu vida fuera del foco profesional.

A finales de los noventas trabajaba por mi cuenta, acompañado de un par de amigos, operando una agencia de síntesis informativa en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, donde editábamos un recuento diario de la prensa local y nacional y monitoreábamos una docena de noticiarios de radio y TV. Un trabajo que me mantenía ocupado desde la primera hora de la mañana hasta el cierre del noticiario nocturno de la tele local.

Estaba en la segunda mitad de mis veintes; era aún soltero y alternaba mi emprendimiento con algunas colaboraciones en medios locales. Pero por supuesto, quedaba tiempo libre para otras cosas. 

A media cuadra de mi oficina, en la populosa avenida Leandro Valle, se encontraba la cantina La Piedra, un establecimiento que ya había visto pasar sus mejores épocas. Se convirtió durante un tiempo en mi comedor y sala de juntas por tener varias ventajas: comida y cerveza baratas, televisores disponibles para seguir echando un ojo a las noticias o los deportes, y además, el trato afable de don Carlos, el cantinero y encargado del lugar.

Como en toda cantina que se respete, había en el fondo del salón una rockola, cargada con un arsenal de temas tropicales, rancheras y norteñas; pero llamó mi atención que tuviera una muy bien organizada sección de rock clásico, con discos de The Who, Deep Purple, Grand Funk, Santana y algunos compilados que incluían en un mismo álbum a bandas como The Animals, Cream y The Jimi Hendrix Experience.

“De seguro el que distribuye estos aparatos es todo un rocker”, pensé. Revisaba los discos cuando una voz me dijo: “Son los discos de el Comandante”. El informante era Cirilo, garrotero, ayudante y mandadero de don Carlos, y corredor de toda suerte de chismes con la vida y milagros del barrio de Carlos Cuauglia.

“Es un cliente de la cantina que es amigo de Don Carlos. Fue judicial del DF y por eso lo apodan así, aunque no le gusta mucho que le llamen de esa forma”, remató el esparcidor de trascendidos.

No tardé mucho en conocer —de vista— al aludido. Un hombre ya en sus tardíos cuarentas-casi-cincuentas, de cabello claro entrecano y tez rojiza estilo güero de rancho. Siempre llegaba y se iba solo, y tomaba puro Bacardí Oro con agua quina. Noté su presencia porque esa tarde se puso de corrido tres rolas del legendario álbum “Abraxas” de Carlos Santana.

Cierto sábado, que era el día en que salía temprano de la oficina, pasé a La Piedra a tomar un par de cervezas y esperar a un amigo para ir a una fiesta. No había mucha gente, así que puse en la rockola tres canciones, entre ellas “Crosstown traffic” de Jimi Hendrix. En eso llegó el Comandante y se sentó en la barra. Hizo algún comentario sobre la música y don Carlos señaló con la barbilla hacia donde estaba sentado. 

“Tienes buen gusto, chavo”, me dijo el tipo. “Les puse buena música a estos cabrones en la rockola a ver si se educaban, pero ya están demasiado echados a perder”. Me extendió la mano para presentarse como Adrián.

“¿No eres de aquí, verdad?”, inquirió. Efectivamente, aclaré que llevaba muchos años viviendo en Cuernavaca pero que era nativo del DF. “Ya decía yo, los chilangos tenemos gustos chingones. Si hubieras nacido aquí escucharías pura guaracha”, dijo entre risas.

Recuerdo que ese día mi amigo llegó casi de inmediato y ya no tuve mayor conversación con ese personaje.

Un par de meses después volví a toparme con el Comandante. La barra estaba llena, porque eran semifinales del fútbol. Yo había alcanzado una pequeña mesa en la esquina y Andrés (no es choro, pero la neta no me acuerdo de su apellido) señaló a la silla vacía preguntando si la podía ocupar. No esperaba a nadie.

Se notaba que el cuate ya venía “a medios chiles”. Como parroquiano asiduo, sólo bastaba con que vaciara su vaso de ron con quina para que le pusieran otro lleno. Tomaba uno tras otro al hilo.

Tras una conversación casual, pasamos al terreno en común: la música. Andrés me explicó que vivió toda su infancia y adolescencia en Atzcapozalco, y que a los 18 años se fue un tiempo a Tijuana con unos primos, quienes lo acercaron al rock de los sesentas y setentas. Incluso con una mica falsa pudo pasar un par de veces al lado americano para ir a conciertos de Ted Nugent y ZZ Top en San Diego. “Luego nos cachó la migra a mi y a mi primo, pero hasta eso, nos tocó un agente buena onda que se dio cuenta que no íbamos a trabajar sino que nomás nos pasábamos por desmadre y nos retachó a la línea fronteriza, con la advertencia de que si nos volvía a agarrar nos íbamos a arrepentir”.

De alguna manera salió a la charla el tema de su presunto pasado policiaco. Dijo que en realidad nunca fue agente judicial, pero que a su regreso al DF, un compadre de su papá le consiguió una chamba de chofer y mandadero con la familia de un comandante, y que cuando se ganó su confianza, le dieron una charola y lo reclutaron como “madrina”, que eran esos pseudoagentes que fungían como chalanes, ayudantes, choferes, golpeadores o informantes de los oficiales.  Ya para entonces Andrés tenía esposa y dos hijos.

“Comencé a venir seguido a Cuernavaca porque a mi jefe lo invitaban a unos reventones en una mansión en el rumbo de la Calle de la Luz, a una casa que llamaban Los Leones”. La descripción y ubicación que Andrés daba coincidía con la residencia de Miguel Aldana Ibarra, ex director de la Interpol-México, uno de los primeros funcionarios de alto nivel en ser detenido por sus vínculos con el Cártel de Guadalajara.

“Varios choferes y ayudantes nos quedábamos afuera esperando a nuestros patrones y pues comenzamos a hacer amistad. Algún tiempo después a varios de nuestros jefes los dieron de baja cuando hicieron una limpia por los desmadres de Durazo. Entonces uno de esos compas me invitó a trabajar en el cuerpo de seguridad de una discoteca, El Marjaba, a la que iba mucha gente de lana. De ahí alguien me recomendó para trabajar con una familia de empresarios judíos, como chofer y escolta y pues ya llevo casi 20 años con ellos”.

Nunca supe si lo todo lo que este cuate me contó era cierto, y qué le dio ese día por relatarme su vida y milagros. De hecho también me comentó que a la par de su trabajo como guarura y chofer, complementaba el gasto con dos pequeños negocios: un taller de reparación de motocicletas y la venta y renta de rockolas, de las que tenía varias colocadas en cantinas y fondas en distintas colonias de Cuernavaca.

Lo cierto es que la peculiar historia de ese personaje me hace  inspiró cierta desconfianza, de tal manera que cuando me soltó el clásico “y tú, ¿de qué la giras?”, sólo le dije: “trabajo en un despacho, aquí a la vuelta”.

A finales de 1999 cambié de domicilio mi oficina, moviéndome del barrio de Carlos Cuauglia al centro de la ciudad, y paulatinamente me fui separando de la agencia de síntesis periodística al involucrarme con otros proyectos, principalmente radiofónicos.

Como un año y medio después pude visitar mi antiguo “comedor alterno” —la cantina La Piedra—, donde seguía despachando don Carlos detrás de la barra. Sin embargo, noté la ausencia de la rockola, que habían reemplazado por un moderno sistema digital que además de reproducir las canciones permitía a los parroquianos entrarle al karaoke, con micrófono inalámbrico y toda la cosa.

¿Ése aparato es también del Comandante?, pregunté a don Carlos, quien lacónicamente solo respondió “no, ya tiene rato que no viene aquí”.

No le di mayor importancia al asunto, pero poco después, el muy acomedido Cirilo se acercó a contextualizar el chisme: el Comandante estaba preso en el Reclusorio Oriente del Distrito Federal. Al parecer participó en algunos secuestros a invitación de algunos de sus viejos amigos “madrinas” quienes al final lo dejaron chiflando en la loma, pues huyeron con los rescates y lo dejaron embarcado cuando a la banda le cayó la policía.

Durante algún tiempo tuve el interés de tratar de indagar más información sobre el caso de Andrés, inicialmente por cierto interés periodístico.

Sin embargo, un examen de conciencia me llevó a reconocer que más bien me impulsaba cierto interés morboso, al tratar de entender cómo una persona con la que tienes cierta afinidad musical, puede terminar su historia en circunstancias tan complicadas.

Por una u otra razón ya no volví a rascarle al tema. Pero cada vez que leo una historia del ámbito de la nota roja no puedo evitar pensar cuántas vidas aparentemente normales dan este giro vertiginoso a consecuencia del cáncer de la violencia criminal que azota al país.

Y no me cabe duda, a tantos años de distancia, que historias de este tipo se siguen escribiendo día a día en distintas regiones de México.

Triste, pero cierto.

Twitter: @miguelisidro

SOUNDTRACK PARA LA LECTURA:

Santana (Estados Unidos) “Oye cómo va”

The Jimi Hendrix Experience  (Gran Bretaña-Estados Unidos) / “Crosstown traffic”

Cecilia Toussaint (México) / “Caite cadáver”

Botellita de Jerez  (México) / “Negro’s blues”

Por miguelaisidro

Periodista independiente radicado en EEUU. Más de 25 años de trayectoria en medios escritos, electrónicos; actividades académicas y servicio público. Busco transformar la Era de la Información en la Era de los Ciudadanos; toda ayuda para éste propósito siempre será bienvenida....

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