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Por Ernesto Palma Frías

Para Carlos Ernesto

Mis manos tiemblan de emoción. Siento como se anida en mi pecho una burbuja de tristeza que se incrusta en mis pulmones y en mi corazón y que crece con sólo recordarte. Estoy viviendo una implosión emocional inefable. Es falso que sólo las madres pueden sentir el dolor indescriptible de la ausencia de un hijo. Tal vez lo expresamos de forma diferente. El dolor de un padre es invisible, profundo, insondable, pero igualmente devastador. El silencio asfixia, carcome las entrañas y te roba la energía vital. Quizás por eso, no queda lugar para el grito desgarrador o el llanto inagotable. La ausencia irremediable te arrebata hasta las ganas de morir.

La pérdida de un hijo es la antesala del infierno. Lo saben bien a quienes la vida les ha arrebatado a alguien muy cercano. Más allá del dolor, queda la sensación de un abismo infinito  y un vacío en el que la vida se agota paulatinamente. Lo sabemos al descubrir que se ha perdido la capacidad de reaccionar ante una mirada o de responder a una sonrisa sincera. Sólo quedan recuerdos más simples, una palabra, una risa, un gesto, un sueño… y de ahí sólo queda deslizarse por el sinuoso camino al precipicio.

La mente, en su afán protector, permite la construcción efímera de fantasías inalcanzables de un tiempo que no volverá. Queda entonces la sensación de un enorme vacío que alcanza cada rincón de la realidad que susurra como lenta puñalada: “él no volverá”.

Cientos, miles de preguntas o una sola tal vez, invade la conciencia para tratar de descubrir qué hubiésemos cambiado, qué palabras no dijimos, qué hicimos o dejamos de hacer para que todo fuera distinto… sólo queda una respuesta: es demasiado tarde.

Voces cercanas claman por la resignación y el consuelo. Miran desde lejos la inmolación inevitable, el dolor que consume y aniquila. Pronto se alejan al percibir que el sufrimiento es incontenible… no vaya a ser contagioso. Un dolor así no puede ser invisible. Se percibe en la mirada opaca y distante, en la piel reseca y avejentada, en la sonrisa enmohecida y falaz, en el andar lerdo y una joroba reveladora. Se personifica lo intangible. La tristeza es inocultable.

En casa todos los objetos cobran vida propia y desaparecen al mismo tiempo. Cada cosa es y significa algo sólo si te perteneció o la usaste. Los rincones son espacios para ocultar los recuerdos que no caben en el corazón. Lo simple se vuelve sagrado y el silencio duele en este mausoleo que dejaste abierto.

La vida sin ti es como una película en blanco y negro. Los matices se acentúan cuando llega la noche y los miedos surgen como ratas de las alcantarillas. Estás inevitablemente en el aire, en el frío, en la noche, en el amanecer que nunca termina. Tu voz invade mis sueños y tu risa es el recuerdo más doloroso. No alcanza todo el amor para envolver la vida sin tu presencia. La esperanza se desvanece cuando cae la noche y tu cama sigue vacía. No te veré más dormir con esa expresión de paz infinita. Tampoco escucharé tus pasos al amanecer, ni tu risa desbocada o tus gritos de euforia adolescente. No caminaremos más por esas callejuelas desoladas, ni lamentaremos juntos la miseria y la injusticia que siempre nos indignó.

En esa oscuridad que tu ausencia me ha dejado, hay un minúsculo punto de luz que brilla intermitentemente cuando brotan de mi alma las plegarias más sentidas, pidiéndole al Creador misericordia y compasión. Y es que mi instinto de supervivencia me lanzó al asidero de la vida que es la fe y la esperanza en un poder supremo que pueda llenar de luz tu camino.

Queda claro que los momentos más difíciles pueden hacer brotar lo mejor o lo peor de las personas. La incertidumbre y la nostalgia pueden enloquecer a los débiles de carácter y también pueden despertar la santidad y la espiritualidad en quienes se aferran a la esperanza. En otros, la realidad sólo gravita en ambos extremos. Existe tal vez un punto intermedio. La locura que acompaña a la tristeza insondable de la ausencia y el despertar a la vida espiritual que florece en la esperanza del reencuentro, fluyendo en un mismo día, como el día y la noche.

Entonces, la vida sin ti tal vez sea la oportunidad de una vida sin más sufrimiento, porque no existe más tristeza que no tenerte a mi lado y sin embargo, puedo ser dueño de esa oscuridad porque nadie más que yo, la puede entender. Es mi sentimiento, en la justa proporción que yo quiero y lo puedo percibir. Yo puedo caminar con mi loza de nostalgia en la espalda. Puedo mirar a los demás desde mi tristeza y trasladarme a tiempos mejores junto a ti. Puedo construir en mi imaginación una realidad a tu lado, caminando juntos por un sendero ancestral. Puedo conversar contigo a la orilla de un lago de aguas cristalinas. Podemos atravesar juntos las candentes arenas de la realidad más acuciante, o tal vez recorrer juntos los círculos infernales, compartiendo nuestros miedos y aflicciones.

Crear un mundo imaginario, es la forma más simple de desafiar al destino y acompañarte en tu travesía. Mi forma de no renunciar a ti, es tejer en el día lo que podríamos haber descubierto juntos, para destejer en la noche y reinventarnos otra vez cada mañana.

 “El infierno de los vivos es algo que será.

Hay uno, es aquél que existe aquí.

El infierno que habitamos todos los días,

y que formamos estando juntos.

Dos maneras hay de no sufrirlo:

La primera es fácil para muchos:

Aceptar el infierno y volverse parte de él, hasta

el punto de no verlo más.

La segunda es peligrosa y exige atención

y aprendizaje continuos:

Buscar y saber reconocer quién y qué, en medio

del infierno, no es infierno

y hacerlo durar y darle espacio.”[1]

Sin ti, nada es igual, pero he aprendido a no extrañarte, porque vivo contigo a diario. Te pienso, te imagino, te sueño, te construyo en mi realidad. Te veo entre la gente, mirándome, sonriendo, feliz. Es así como quiero tu ausencia. Porque he aprendido a que amarte no es retenerte a mi lado, sino saber soltarte, aunque en ello vaya mi propia felicidad. Te miraré desde acá, en esta vida estéril, añorando ese tiempo que se quedó congelado en algún momento de nuestra historia.

Buscaré en mi infierno aquello que no lo es y lo haré crecer para que algún día pueda alcanzarte en ese cielo, donde espero,  habremos de encontrarnos otra vez.


[1]  Italo Calvino.“Las ciudades invisibles”. Editorial Einaudi.1972.

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